Hay premios que, por su naturaleza, no fracturan ni atentan contra la democracia.
Por ejemplo, el premio Sájarov, que desde 1988 entrega el Parlamento Europeo, tiene varias características interesantes:
Primero, no se valoran esfuerzos por el simple hecho de que encajen en unos presupuestos ideológicos considerados como deseables por un pequeño comité.
Segundo, no se impulsan procesos que pueden estar etiquetados como procesos de paz pero que, en verdad, se basan en la impunidad, la no reparación y la revictimización mediante mecanismos de violencia no evidente y dominación fundada en extremismos.
Tercero, no se exacerban los conflictos al irrespetar la voluntad de los pueblos expresada democráticamente; es decir, se concilia con la democracia en vez de lacerarla tan solo para que se consigan unos objetivos en los que el Estado que otorga el galardón ha centrado sus esfuerzos e intereses.
Dicho en otros términos, hay premios que no están orientados por factores o motivaciones ideológicas, intereses de un Estado, o el efectismo procesal, aquel que burla a las víctimas y legitima nuevas violencias.
De hecho, el Sájarov es un premio para la Libertad de Conciencia, no para la suscripción de acuerdos en que la paz se concibe sin tener en cuenta los valores en los que se funda la construcción y materialización de esa noción.
Bautizado en honor al científico Andréi Sájarov, este premio es, de entrada, un reconocimiento a los elementos primordiales de la democracia y no a la instrumentalización que pueda hacerse de los procesos en los que están comprometidas las pretensiones de un Estado que busca mantener, afanosamente, cierta influencia diplomática global.
En efecto, Sájarov era un disidente que, más allá de sus esfuerzos por buscar respuestas a problemas puntuales, luchaba contra la esencia misma del totalitarismo y el radicalismo marxista, esto es contra la anulación de la Libertad y de las libertades.
Para no ir más lejos, el pasado 13 de diciembre el premio le fue otorgado a Murad y Lamiya Bashar, dos niñas iraquíes secuestradas y esclavizadas en el 2014 por el Estado Islámico y que por ser parte de la minoría religiosa yazidí, cuyas raíces tienen 4 mil años, son consideradas por los violentos como “adoradoras del diablo”.
Un premio absolutamente merecido porque “desde abajo”, desde la base misma de las víctimas, valora los esfuerzos de la sobreviviente Murad por convertirse en portavoz de los 3 mil cautivos y en conciencia de su pueblo contra los perpetradores de crímenes que hieren lo más profundo de la dignidad y de la condición humana.