Hace unas cuantas semanas escribía Gabriel Silva, en El Tiempo, que la Iglesia andaba ahora más interesada en abrir templos y aplaudir a los gobernantes piadosos que en la situación de los pobres. Es un típico comentario de los que no tienen la menor idea cómo es hoy la Iglesia en su diario vivir. A muchos de los generadores de opinión les pasa lo mismo con respecto a la Iglesia: no la conocen de verdad, nunca van a los lugares y comunidades donde palpita la vida cristiana, jamás se han puesto unas botas para embarrarse y verla en acción. La pereza y su intocable zona de confort los lleva a decir boberías, a coger hechos aislados y sacar conclusiones insulsas. La Iglesia de hoy es muy, pero muy diferente a la que ellos se imaginan y en ella lo importante es cosa totalmente diferente a lo que algunos quisieran. Lo importante en la Iglesia, hoy, es lo que sigue.
“Todos los días, me decía un cura joven, párroco en el sur de Bogotá, sin excepción, tocan a la puerta de mi parroquia personas buscando comida”. Y añadía sin ninguna clase de ostentación: “Y casi siempre podemos darles algo”. Y he tenido oportunidad, ahora en la cuarentena de constatar esto a lo largo y ancho de la ciudad, en muchas parroquias. La principal preocupación de los sacerdotes y de los laicos comprometidos con su Iglesia es buscar alimentos para los pobres. Existe y se ha fortalecido una red formidable de parroquias, el Banco de Alimentos de la Arquidiócesis de Bogotá, vicarías episcopales, comunidades religiosas femeninas y masculinas, que han enfocado sus esfuerzos actuales en alimentar a todos los que tienen hambre y que lleguen a sus puertas e incluso les hacen llegar mercados a sus casas. Evangelio puro.
Es curioso, pero personas como Silva y otros del estilo viven pendientes de que la Iglesia se meta en política, nunca para aplaudirla, sino listos para triturarla, pero si no se mete también les parece malo. Los reporteros buscan a los obispos para que opinen de política, pero jamás indagan por su potente quehacer pastoral. Al menos en una ciudad como Bogotá, la Iglesia ya está en otro cuento muy distinto. Y ese cuento nos les interesa a los medios, cosa que en mi humilde parecer, es un gran alivio para nosotros, pues nos evita distraernos en ese mundo oscuro que allí se mueve. Nuestro quehacer es felizmente agotador en el campo de la predicación, de la promoción de la caridad efectiva y al instante. Los gobernantes de Colombia han sido prácticamente la misma cosa desde hace 200 años y la Iglesia en algún tiempo ya opinó lo suficiente sobre el tema. Ahora estamos dedicados al puro Evangelio y estamos dichosos. Se ruega no perturbar, aunque también se ofrece alimento espiritual para el que lo necesite.