No tiene mucho sentido que los ciudadanos opinen que el funcionamiento de la justicia sea malo o muy malo -un 48% según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociales (CIS)-, que desconfíen de la independencia de los jueces a la hora de dictar sentencias -un 50,8%- y que luego acudan en masa a los tribunales cuando tienen un problema -tenemos uno de los índices de pendencia mayores de Europa- y que no estén por la mediación o el arbitraje porque lo que quieren es una sentencia de un juez.
Cuando se profundiza, resulta que las cuatro primeras razones para tener esa opinión son que las penas son muy blandas (21%), que está politizada (19,3), que hay mucha burocracia (18) y el trato discriminatorio (17,9). También creen que el grado de independencia de los jueces es bajo o muy bajo (50,8%), al igual que el del Tribunal Supremo (44,2%), a pesar de lo cual -otra contradicción- la judicatura es el poder del Estado que más confianza ofrece a los ciudadanos (31,2%), doblando al legislativo y triplicando la que los ciudadanos tienen en el ejecutivo.
Así que, si la justicia está mal y necesita reformas -que las necesita y mucho-, el resto de los poderes del Estado debería ir al cirujano con urgencia.
Había que analizar con mucho más rigor si esa percepción es cierta -hay otras encuestas que dicen otras cosas- o está inducida por el escandaloso comportamiento de los otros poderes del Estado para controlarla al precio que sea. La magistrada y exvicepresidenta del Tribunal Constitucional, Encarnación Roca, escribió que "cuando se debilita el sistema, el Ejecutivo tiende a invadir las competencias del legislativo y del debilitado poder judicial y se convierte en el
amo de la situación. De aquí la judicialización de la política ya que el control solo puede corresponder a los jueces que están obligados a proteger los derechos de los ciudadanos y de las minorías. La tendencia a debilitar el Estado de Derecho es una tentación demasiado fuerte". Tan escandalosa es la intención del Gobierno de tratar de lograr la mayoría absoluta en el Tribunal Constitucional y en el Poder Judicial como la de la oposición en impedir una renovación obligada constitucionalmente. Tan escandaloso es el sectarismo y la ausencia de autocrítica de la recién dimitida fiscal general del Estado como la inoportunidad de nombrar sucesor a alguien perfectamente identificado con la peor etapa de la Fiscalía.
Eso es lo que contribuye, día tras día, mes tras mes, año tras año, al descrédito de una justicia en la que, con mayor o menor acierto, con muchos menos medios de los necesarios, con una muy mejorable organización y sin apoyo de los políticos, son los jueces, los demás operadores jurídicos y los funcionarios los únicos que tratan de hacer su trabajo con dignidad.
En el último debate sobre el estado de la nación se habló del nombramiento de los vocales del Constitucional y del Poder Judicial, del reparto de sillones. Pero ni una palabra del presidente del Gobierno ni de los grupos políticos de la dramática situación de los abogados del turno de oficio, tarde y mal pagados; del señalamiento de juicios para 2026 y del incumplimiento de los horarios imposibles y las miles de horas perdidas; de la lentitud de una buena parte de los procesos;
de la falta de comunicación telemática entre juzgados y entre los sistemas informáticos de las distintas autonomías; de la pésima ejecución de las sentencias que deja miles de millones de euros en los juzgados durante años; del ataque permanente a la presunción de inocencia y de los juicios paralelos; de la mala calidad de las leyes, de la inseguridad jurídica que provocan decisiones precipitadas del Ejecutivo...
De nada de eso se habló en el debate y eso es lo que hace que los ciudadanos crean que la justicia funcional mal y que los jueces no son independientes. ¿De quién es la culpa? Cuando los que mandan quieren el control de la justicia y un trato favorable para ellos, lo pagan el Estado de Derecho, la seguridad jurídica y los ciudadanos.