Identidad escondida
En el ambiente actual es bastante usual que haya que esconder la propia identidad, en cualquier sentido, para gozar de paz y aceptación. Parecen estorbar las personas que tengan claras las cosas fundamentales de la vida. Poco a poco el medio humano social quiere ver en el escenario unos seres más o menos neutros en general y siempre dispuestos a asumir el color de la ocasión y sólo por ese momento. Quien se oponga o cuestione no gozará ni de paz ni de aceptación. Quien exponga con claridad convicciones y asuma posiciones será tachado rápidamente en forma peyorativa.
Hay que esconder la identidad, sería la consigna. Que no se vean las opciones de conciencia. Que no se noten las creencias. Que nadie se sienta ligado a un género sexual, sino que escoja (¿qué tal la bobadita?). Que nadie se sienta ligado a nada ni a nadie de por vida porque eso impide vivir nuevas experiencias. Que nadie defienda con demasiada vehemencia nada en particular porque eso iría contra las libertades del otro. En fin, la propuesta, que no sabemos quién la hizo y tampoco quién la mantiene vigente, es que juguemos a la neutralidad permanente, a una forma de ser que no cree lazos ni vínculos, porque al fin y al cabo, donde hay identidad se crean los unos y los otros.
Después de la hora nona, cuando el ser humano ya baja del escenario social y se encuentra consigo mismo, entonces se halla en crisis total. O, al menos descubre una insoportable contradicción, entre el papel que juega durante ocho horas diarias, y el ser que se le aparece ante el espejo, él mismo, que en lo profundo sabe que no es nada de lo que su disfraz diario sugiere de sí mismo, o sea, nada. Lo complejo del asunto es que la no identidad personal se ha vuelto condición muy exigida para poder estar en el mundo que da la subsistencia.
La imagen de Jesús en la cruz habla bien de la suerte de las personas con identidad propia, con un proyecto de vida consistente. Pero los millones de seguidores de Él también dan cuenta de cuán provechoso es ser alguien, no algo, y alguien con vida propia, no delegada ni empeñada a voluntades ajenas. No pocos de los males que aquejan hoy a la gente tienen que ver con que su ser, su propia identidad, ha sido suprimido. Lo había dicho el dramaturgo: ser o -mejor- no ser.