Recibir clase universitaria es normal actividad académica en desarrollo de un pensum, cuando un profesor comparte (no “socializa”) sus conocimientos con los estudiantes. Pero recibirla en la fría solemnidad de la Pontificia Universidad Javeriana de un maestro como Rafael Nieto Navia es, además, algo gratificante al espíritu y uno se deleitaba con sus cátedras magistrales, como nos ocurría a comienzos de los 80’s, con él, y con otros docentes del corte de Rodrigo Noguera Laborde (también excelso fumador de Pelirroja), Gabriel Melo Guevara (0 cigarros), Guillermo Ospina Fernández, Fernando Londoño Hoyos, José Gregorio Hernández, Bernardo Gaitán Mahecha, Hugo Palacios Mejía, algunos de ellos, con el Padre Giraldo, ya esperando a Rafael en el aula máxima de los Santos Cielos.
El Derecho Internacional en boca del ilustre bogotano era un cuento aparte, como cuando compartía sus amenas y eruditas charlas en el histórico Centro de Estudios Colombianos, de pura fibra conservadora. Su intelligentia, su formación e información, su actitud firme de derecha era un bálsamo para quienes pretendíamos adquirir conocimientos y de manera simultánea templar el carácter y asumir una posición clara frente a la historia, la política y las relaciones internacionales en un mundo lleno de convulsiones. Coincidimos varias veces en las instalaciones de El Siglo, que solía visitar el maestro para conversar con su director, Álvaro Gómez Hurtado, con quien mantenía una fluida amistad, y recuerdo yo que con Jaime Infante Lacouture -entre tinto y brandy- lo teníamos candidatizado para ser Canciller de la República en un futuro -e imposible- gobierno del inmolado estadista.
Cuánta falta hacen su voz profunda en los salones de clase y su esclarecida pluma desde las páginas de este diario el día martes de cada semana, para ayudarnos a entender la realidad de las cosas, en momentos en que “el cambio” llegó de las manos de un embaucador profesional para enredar a tirios y a troyanos. Fue Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de la que fue presidente, Juez del Tribunal Penal Internacional para la exYugoeslavia y para Ruanda, entre muchos otros encargos judiciales, embajador en Suecia, catedrático y conferencista en las más importantes universidades del mundo.
Fue, además, Presidente de la primera Junta Directiva de la Universidad Sergio Arboleda, y yo su secretario (antes de que me expulsara Romel Hurtado). La última vez que lo saludé fue en el entierro -tipo “funeral de Estado- de Roberto Camacho, hace 19 años, en la Catedral Primada de Bogotá, luego de que su helicóptero fallara, justo antes de ascender al Senado de la República. Cuánto lamento no haber frecuentado y compartido más tiempo con quien amablemente había accedido a dirigir una tesis de grado que me sirvió para culminar dos carreras: “La Órbita Geoestacionaria y el Proyecto Satelital Colombiano a la Luz del Derecho Espacial”.
El hombre nos deja un legado enorme y el recuerdo de su sapiencia mezclada con finos apuntes de humor -cáustico, con frecuencia- cuando les sacaba punta a los hechos noticiosos de este país lleno de cosas raras, cargadas de sangre, y solía salpicar a ciertos famosos periodistas que hacían alarde de su “ignorancia supina” en temas clave del nivel local e internacional.
Post-it. Hace más de un año, cuando dejamos de recibir sus columnas -de religiosa aparición- presentí lo peor, y nuestra coordinadora de editoriales, Claudia Bermúdez y su propio hijo, el connotado jurista de enorme futuro político, Rafael Nieto Loaiza, me confirmaron la gravedad del maestro. Que Dios lo guarde a su diestra