Dice mi maestro Jorge Llano: lo que está por caerse, que se caiga. Muchas veces intentamos por todos los medios sostener lo que ya ha cumplido su ciclo, prolongar situaciones que se han tornado inaguantables, lo cual nos genera no solo dolor sino grandes desgastes. Lo sensato es soltar.
La naturaleza de la existencia -al menos como la conocemos en este mundo y este plano de consciencia- es la transformación. Todo cambia, desde las personas en su propio viaje evolutivo hasta el planeta entero, que ha experimentado glaciaciones, deshielos, inundaciones y sequías. Los plazos se vencen, aunque no queramos ni lo comprendamos: es parte del devenir vital. Hay tiempos largos, de siglos e incluso milenios; hay otros medianos, de lustros o decenas de años; hay otros muy breves, de días, horas y hasta segundos. El tiempo es una variable que no podemos evitar, aunque nos resistamos, y que marca por igual comienzos y finales.
Muchas civilizaciones y ciudades han sucumbido por eventos naturales, que nosotros llamamos calamidades, y que suceden en medio de la incertidumbre no sin antes dar pistas sobre su ocurrencia. También hay desastres en la vida personal, pues aquello que vivimos y requiere ser transformado encuentra algún cauce para ello: si no es por propia voluntad, se da a través de enfermedades, quiebras, accidentes, despidos o de un colapso general por haber perdido el sentido vital. Esas, nuestras catástrofes individuales, nos revuelcan para que a partir del caos construyamos nuevos órdenes. A veces no tenemos idea de cómo hacerlo, pero lo cierto es que cuando algo en nuestra vida está por caerse y ya no hay forma de mantenerlo o cuesta demasiado hacerlo, el desmoronamiento ocurrirá. Claro, podemos sentir pánico ante el derrumbe, pero como lo propio de la vida es el cambio podremos echar mano de nuestros recursos para reconstruirnos.
En las relaciones interpersonales pasa otro tanto. Se van transformando y es sano reconocer que ello ocurre. Algunas mutaciones se van dando en forma gradual, casi que imperceptiblemente, por lo que todo pareciese seguir un ritmo natural con sus rituales y rutinas. Otros cambios se dan en forma abrupta y emergen con la fuerza avasalladora de un tsunami. Tanto las metamorfosis graduales como las abruptas producen antes de su aparición señales que no siempre vemos, bien sea porque no podemos o porque no queremos. Cada señal desatendida se relaciona con un movimiento transcendental que dejó de hacerse, una oportunidad de evolución que no se concretó.
Sin embargo, la vida en su generosidad nos sigue proponiendo oportunidades de cambio: está en nosotros identificarlas y obrar en consecuencia. Con nuestra ayuda o sin ella, con nuestra resistencia o fluidez, lo que necesita caerse indefectiblemente se cae.
Esas caídas se dan para recuperar nuestra autoestima, para redescubrir la misión existencial, para corregir el rumbo o para propiciar nuevos encuentros que enriquezcan la vida. Sí, los desplomes duelen pero nuestra capacidad de recrearnos, nuestra autopiesis, nos permitirá reconstruirnos a partir de nuevos aprendizajes. Podemos levantarnos y seguir el viaje.