Han sido días de muchas tensiones. Nos enfrentamos a unos días difíciles, donde agentes del Estado se enfrentaron a ciudadanos inconformes con un trágico balance de 11 muertos. Los daños materiales, por supuesto, son lamentables, porque suponen una pérdida social grande, pero sin duda que el balance en vidas debe ser lo que centre nuestras reflexiones, decisiones y acciones. Esas 11 muertes y la reacción violenta que derivó en vandalismo y en ataques indiscriminados contra bienes públicos en medio de una protesta social no son justificables y, más bien, dibujan la necesidad imperiosa de reconstruir la confianza en el Estado.
Las pérdidas de vidas humanas causan un profundo dolor. En esta difícil coyuntura lo peor que podría ocurrir es que la sociedad decida permanecer sin plantearse, si quiera, una discusión democrática sobre qué cambios requiere la sociedad para que funcionemos mejor y, al final, recuperemos la confianza en las instituciones. El foco del debate hoy se encuentra sobre la Policía Nacional; no parece una buena idea despreciar la importancia de esta institución en un país que aún tiene más de 11.000 homicidios al año y con tantos retos de seguridad y convivencia, pero sí resulta oportuno pensar en algunos cambios. Un paso clave hacia ese carácter civil que debe tener la Policía es que pase a depender del Ministerio del Interior.
El Estado debe ser el garante de ese gran contrato social que contenga unos acuerdos fundamentales como la defensa de la vida, de los bienes públicos, de la propiedad privada, de la libertad y la protección de los más vulnerables. En ese sentido, la extrema ideologización nos separa de la capacidad de entendernos y nos sitúa en puntos que resultan imposibles de conciliar y nos alejan de la posibilidad de construir esos consensos tan necesarios. Todos los sectores deben ceder un poco en sus posturas y encontrar esos pactos que restauren la confianza en el Estado colombiano.
En un estudio de la OCDE de 2019, el 86% de las personas encuestadas manifestaron que creen que, sin excepción, en todas las instituciones del Estado hay corrupción y no confían en ellas, configurando así la peor percepción en América Latina. En ese porcentaje abrumadoramente mayoritario, se encuentran también quienes creen que los impuestos no se traducen en más y mejores bienes públicos ni en infraestructuras apropiadas. Sólo el 22% de los colombianos creen en las obras del Gobierno, frente al 36,2% de promedio de América Latina. El panorama no es alentador y es una decisión riesgosa no emprender acciones para cambiar esa realidad.
Los contratos, por definición, requieren que las partes involucradas tengan la confianza en que lo acordado se va a cumplir so pena de la aplicación de algunas sanciones. Sin embargo, uno celebra un contrato cuando desde el inicio se tiene la creencia que se cumplirá con lo pactado. El contrato social en Colombia, que nos involucra a todos sin distinción alguna, hoy tiene a muchos ciudadanos que no creen que las partes van a cumplir. Frente a esa realidad, resulta alarmante la proporción de la población que no confía en el Estado y reconstruir esa confianza debería ser la gran tarea nacional. Hagamos todo lo posible para dar pasos en esta dirección.