Corrían los inicios del presente siglo. Por alguna razón, se daban -y se siguen dando- muchas polémicas dentro de la Iglesia y con relación a la Iglesia. El Padre Alfonso Llano, de la Compañía de Jesús, estaba situado en este “combate” en una sólida posición desde las páginas editoriales de El Tiempo. Desde allí lanzaba poderosos proyectiles conceptuales, a veces hacia afuera y a veces hacia adentro. Pero eran proyectiles conceptuales. Eran ideas, puntos de vista, afirmaciones provocadoras. Cada vez que caían sobre sus lectores, había conmoción, discusión, alegría, enfado. Y de vez en cuando el combativo hijo de Ignacio de Loyola era convocado al comando central -curia, en términos eclesiásticos- a que diera explicación del calibre de sus ideas y conceptos. Allá se presentaba como obediente soldado de Cristo y hacía sus descargos, luego de haber hecho sus descargas.
Mientras el padre Llano se desplegaba desde su poderosa posición, yo había logrado un lejano puesto de combate, primero en el semanario El Catolicismo y luego en la Prensa Católica. En ocasiones nos hicimos fuego amigo, con pasión y siempre con respeto. Cierto día, por algún artículo de mi pluma, fui llamado a presentarme ante mi superior, el Cardenal Rubiano Sáenz, para explicar el porqué de mis ideas. Estaba yo sentado en la antesala del despacho cardenalicio, listo a la vaciada del caso y mirando el cuadro de algún mártir atravesado por una lanza en su corazón. De pronto se abrió la puerta del despacho episcopal y, para sorpresa mía (¿?) salió cabizbajo y meditabundo el famosísimo padre Llano, quien, por lo visto era el primer toro de la tarde para el prelado. Me miró de reojo, me compadeció y siguió su camino hacia las escaleras que lo llevarían al primer piso de la curia. Entré yo y también en esta ocasión salió triunfante el torero, que no el toro, aunque hubo indulto doble. Gajes del oficio de escritores… eclesiásticos.
El Padre Llano, muerto el pasado miércoles a los 95 años de edad, fue un excelente exponente de la escritura eclesiástica, no para el clero, sino para creyentes y no creyentes. Se atrevió, como jesuita de los buenos, a recorrer las fronteras del pensamiento, a cuestionar posiciones aparentemente inamovibles, a poner a pensar a fondo a quienes les inquietaba lo religioso, campo en el cual la mayoría de personas prefieren lo sabido y no las novedades. Supo de este modo, tal vez sin proponérselo, construir puentes de entrada para hombres y mujeres que, aunque bautizados en la Iglesia, no veían las cosas claras, tenían pensamientos disruptivos, opinaban de manera diferente, pero no veían que la solución estuviera en romper con la Iglesia o con lo espiritual. Él supo iluminar a muchas de estas personas y seguramente hoy, cada una de ellas, en su conciencia, esa que él les enseñó a consultar y ejercitar, le están profundamente agradecidas. Esto hace parte del panorama muy variado que en realidad se da en la Iglesia católica y lo saben los que en realidad la conocen. Y los jalones de orejas también hacen parte del ser escritor público eclesiástico. Pero ¡ay! si no hay quien escriba, es decir, quién piense y construya ideas.
En este campo y en otros muchos el padre Llano sirvió a su Iglesia y a Jesucristo. RIP. Y eterno descanso a todos los padres jesuitas que han muerto en estas dos últimas semanas y que no han sido pocos.