Había hablado con ex combatientes de las Farc, del Eln y las Auc. Venían heridos de cuerpos y almas, llenos de vacíos, de infancias truncadas y familias rotas.
Ninguno había ingresado a los grupos por decisión propia, y no se auto-percibían como victimarios; eran ellos quienes sentían que la sociedad los había hecho víctimas del olvido.
El martes, en la Universidad de los Andes, oí a otros excombatientes de las Farc, pertenecientes a la primera tanda de indultados por el proceso de paz.
Capturados por rebelión, cumplieron tres años de prisión en condiciones infrahumanas, de esas que deberían avergonzarnos a quienes permitimos con nuestra palabra, obra u omisión, que lo indigno se vuelva paisaje. “La persona, como persona, se pierde en la cárcel; se deja llevar por la depresión o por los vicios, y sale peor de lo que entró” dijo uno; y contó cómo en prisión los alimentos medianamente higiénicos son privilegio de quienes pueden pagarlos; están vetados libros y noticias; y de la pedagogía de la paz, ni se habla.
Contrario a los ex guerrilleros que oí hace unos meses, los del martes sienten un marcado (y para mí, sorpresivo) orgullo de pertenecer a las Farc. Identifican en este grupo, hoy en vías de desarme, a su verdadera familia; su razón de ser; la única instancia que los salvó (palabras textuales) de la esclavitud.
Encuentran útiles y respetables sus “médicos formados en 18 meses”, la capacitación en los oficios de la guerra y su bachillerato versión insurgencia; por eso buscarán que “los saberes se homologuen”. Afirmaron que no habían sido reclutados en contra de su voluntad, y uno me dijo con nostalgia que ‘solo’ había alcanzado a estar 12 años en las filas.
- ¿Y cuántos tienes?
- 26
- Media vida, le dije.
Y sonrió, casi con ingenuidad, con su mano incompleta y un ojo entre diminuto y ausente, porque así son las huellas de la guerra.
“Muchos ‘semos’ campesinos, otros son ciudadanos”. Difícil una mejor descripción del origen y consecuencia de ser un país inequitativo. En esas seis palabras caben los abismos que alimentaron el conflicto armado más largo de Latinoamérica.
- ¿Qué esperan de nosotros?, pregunté.
- Que nos acojan como a personas de carne y hueso; que nos respalden y no nos estigmaticen.
Dicen que para ellos las armas no son lo determinante: fueron un medio, pero no un fin; y ahora están dispuestos a pelear con las palabras y no con los fusiles, hasta lograr un cambio social en el que haya para todos educación, salud y vivienda.
Más que verse representados en un museo de memoria, quieren reflejarse en el pueblo colombiano, porque “los museos ‘tergiversan’ la realidad, pero el pueblo no”.
“Es hora de sumar y multiplicar; de encontrar lo que nos une, y dejar atrás lo que nos separa”. (Marcela, contadora, juzgada por rebelión, hoy indultada)
Muchas cosas atropellarán nuestras zonas de confort; quizá nuestro confort lleva mucho tiempo atropellando a los demás.
Podrá parecernos desgracia, oportunidad o utopía. Pero si la paz no tiene reverso -y ojalá no lo tenga-, la reinvención de una nueva sociedad, tampoco lo tiene.
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