Venimos de la Luz, con mayúscula. Todo emana desde ella, todo está imbuido de ella. Nosotros también, pero hemos perdido momentáneamente la consciencia de ese vínculo inmenso, magnífico.
Encarnar no es un asunto fácil: llegar desde la sutileza del espíritu a lo denso de la materia es tan milagroso como arduo. Nuestra vida humana se va tejiendo en el vientre de nuestra madre, luego de ese encuentro amoroso en el que se funden los principios femenino y masculino de la creación, un resplandor original para este tramo de la existencia. En estas tres dimensiones en las que nos movemos además de luz hay oscuridades; el juego consiste en ir iluminando esas sombras, que vivimos tanto en lo individual como en lo colectivo. La convivencia aquí no es sencilla, pues el ego -esa sombrilla necesaria para protegernos y sobrevivir emocionalmente en la primera infancia y que emerge en diferentes manifestaciones- termina siendo un obstáculo mientras no lo observemos y aprendamos de él. Parte de la sombra es querer luchar contra el ego, en vez de iluminarlo para comprender sus sentidos, integrarlo y trascenderlo. Detrás de todo lo que calificamos, de “malo” o de “bueno”, hay significados profundos que nos perdemos por estar peleando con la vida.
Nos comprometimos a efectuar varios aprendizajes como parte de la experiencia encarnada, solo que muchas veces no recordamos ese acuerdo fundamental ni la misión que aceptamos cumplir en este planeta Tierra. En algún punto de la historia se nos extravió la consciencia de la conexión íntima con esa Luz mayor y nos ronda una sensación de orfandad que solo podemos integrar y trascender al reconocernos y vivirnos como fracción del Todo. Parte de ese contrato es iluminar las tinieblas, pero pretender cambiar lo de afuera sin mover un dedo por transformarnos desde adentro es una vana ilusión, alimentada por la ceguera colectiva. Esa falta de visión no es “mala”, es sencillamente parte del proceso de darnos cuenta de que podemos reconectarnos con esa Luz mayor, para que las luces que somos puedan brillar en todo su esplendor.
Celebramos por estos días la Navidad, que no solo es el nacimiento de Cristo sino el renacer de nosotros mismos. Todo indica que Jesús no nació en diciembre sino en agosto, pero la tradición cristiana es un sincretismo que abraza otros relatos de dioses encarnados, como Horus, Zoroastro, Mitra. Creo profundamente que la misión de Cristo fue restablecer esa consciencia de conexión con la Luz mayor. Nos corresponde hacer la tarea, sincronizar la luz que somos, en minúscula, con esa Luz inmensa que nos envuelve. Más allá de los maravillosos encuentros en familia y con amigos que tenemos por esta época, es un tiempo propicio para encontrarnos con nosotros mismos y tener un diálogo interior. El mejor regalo que nos podemos dar a nosotros mismos –y por extensión a los demás– es conectarnos con nuestro ser. Esto se dice fácil, pero es la tarea más difícil que nos plantea la existencia. Hay escuelas para desempeñar oficios, la vida misma nos los permite ejercer en el desarrollo de algún trabajo. También, y principalmente, podemos aprender en ella que somos luz y conectarnos con la Luz.