"La política es un oficio en decadencia que necesita ser rescatado con urgencia por todos los que creemos en la humanidad porque si seguimos desprestigiando este oficio solo llegarán a él iletrados". Lo dijo la consultora Blanca Carcasona hace algún tiempo y me temo que no todavía hemos rescatado ese noble oficio porque los iletrados han llegado en manada a todos los sitios públicos.
El escritor Theodor Kallifatides pone en boca de Timandra, una mujer fascinante de la antigua Grecia, en la novela que lleva su mismo nombre, que "en un principio me cegó el oropel externo de la vida política, los epatantes discursos, las concentraciones entusiastas, las grandes promesas. Después, sin embargo, vi todo lo demás: la mezquindad, los engaños, las traiciones, las promesas olvidadas, las mentiras, las retóricas vacías, el interés personal, las venganzas...". Lo podría haber escrito hoy otra mujer y valdrían las mismas palabras. Hemos avanzado poco en tanto tiempo y las pasiones que arrastra la política son siempre las mismas.
Estamos hablando todo el día de los políticos, ministros, diputados, que nos mienten sin rubor, cada cual con su ocurrencia y su falta de respeto al contrario; del vergonzoso espectáculo de la justicia española, que los políticos quieren controlar, domesticar y someter, al menos en su cumbre, que hace que siete de cada diez ciudadanos crean que no es independiente, a pesar de que la inmensa mayoría de los jueces lo son cada día en sus sentencias; de influencers, tertulianos y de toda esa panda de personajillos que aparecen en shows televisivos casi siempre vergonzantes, cuando no vergonzosos, enseñando el trasero o la pobreza de su imaginación y su escasa cultura; de los ofensivos millones que cobran algunos futbolistas -y que pagan los aficionados-; de la irracional deriva del independentismo que perjudica, sobre todo, a los ciudadanos catalanes y de tantas otras cosas, más o menos importantes, pero que nos dividen, nos enfadan y nos desaniman. Nos hemos olvidado también de la España vacía o vaciada y de la España vieja, los mayores.
Y, sin embargo, hay otra España, otra sociedad que ocupa poco espacio en los medios. Había que hablar mucho más de gente como Antonio Banderas que se está jugando en su Málaga natal el dinero que ganó en Estados Unidos, sin ayudas oficiales, para elevar la oferta cultural. Habría que hablar más y mejor de las donaciones de Amancio Ortega a decenas de hospitales de instrumentos de última generación contra el cáncer, que están salvando muchas vidas. De Paloma O' Shea que ha anunciado que deja el Concurso de Piano de Santander, uno de los más prestigiosos del mundo, que creó ella misma hace cincuenta años y que ha sostenido casi sola, sin que el mundo de la Administración o de la cultura, haya movido un dedo no solo para agradecerle.
También de soñadores imparables que crean nuevas editoriales -Muñeca Infinita, Firmamento Barbarie, Lastarria y de Mora, Almadía- en tiempos de incertidumbre. De la Facultad de Filología de la Universidad Complutense que, a pesar de todas las prohibiciones, de todas las dificultades, sigue enviando libros a Afganistán para que los profesores de español --casi todas mujeres-- y sus alumnos puedan estudiar y examinarse de nuestra lengua. O de Enrique Romero Santana, un pintor que ha desarrollado su carrera brillantemente en Chicago, y que ahora vuelve a su ciudad natal dispuesto a crear un centro de artes plásticas del sur de España en su localidad natal, Lepe, para despertar la cultura en esa zona.
¿Por qué no hablamos más de ellos y menos de los que nos dañan, nos mienten, nos dividen, nos ignoran o nos utilizan?