“¡Tierra!”, ¡Tierra! se gritó en la madrugada del 12 de octubre de 1492. “¡Hemos pisado la luna!”, exclamó Armstrong al llegar a ese vigilante satélite, el 19 de julio de 1969. Justificadas esas exclamaciones por los avances para la humanidad. Sin embargo, qué pequeños esos hechos ante dos anuncios sobre hechos más grandes de todos los siglos: la Encarnación del Hijo de Dios, inicio de la redención de la humanidad, y el hecho de la Resurrección del mártir del Calvario, al tercer día, como lo había anunciado.
“¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace!” Pregonaron los ángeles ante el nacimiento del Niño Dios, “acostado en un pesebre, acompañado solo por esas almas preciosas de María y José” (Lc. 2,13-16) “¡Por que buscan entre los muertos al que está vivo?, ¡no está aquí, ha resucitado!” (Lc. 24, 5-6). Esos dos gritos, siguen resonando para alegría de los seres humanos, que enloquecidos de júbilo deberíamos gritar a todos los vientos “¡Resucitó”! “¡Resucitó”!
La venida del Espíritu Santo transformó a los humildes pescadores del mar de Galilea en valientes difusores del Mensaje de Jesús, cuyo máximo estímulo fue el haber palpado el hecho de su Resurrección, que los llevaría a dar su vida por su verdad. Saulo, el gran perseguidor, de su fobia y se convierte en su eximio predicador cuando se le aparece vivo en el camino de Damasco manifestándole: “Yo soy Jesús, a quien tu persigues” (Hechos. 9,1-5). Se entrega Saulo, convertido en Pablo, en el gran predicador y defensor de la Iglesia de Cristo, no propia sino de Él, y resucitado, como lo expresó en su Primera Carta a los Corintios, Cap. 15, en donde cimienta su predicación en el hecho de la muerte y resurrección de Jesús al tercer día. Dice allí: “Quien se apareció a Cefas y luego a los Doce, y a más de quinientos hermanos, y, en último término, se me apareció, también a mí”.
De esa manera pregona S. Pablo la gran verdad de la Resurrección de Jesús, y sustenta la de resurrección final. Concluye: “Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe, vacía, también la fe” (Cor. 15,14). Por esa fe, S. Pablo se desgasta en la predicación, y muere por predicar esa verdad.
Me agradó, en la película de Cantinflas “El Padrecito”, algo muy serio, pero muy sano y simpático, como es el contenido de todas sus películas. Jugando cartas en un bar, y, al verlo tan alegre los contertulios, le preguntan: “¡porqué tanta alegría, siendo seguidor de un Crucificado” a lo cual responde: “¡es que resucitó, y, por eso estamos alegres!”
“¡Resucitó! “¡Resucitó!”, que se siga pregonando una y mil veces en todos los tonos. En medio de tantas tristes noticias causadas por las caprichosas maldades a que lleva la lejanía de Dios, calma nuestro corazón esa segura esperanza de nuestra continuidad en la alegría eterna de la Resurrección. Nos realienta, de verdad, y, así, “nada turbará nuestros corazones, como ofreció Cristo resucitado” (Jn. 14,27). ¡Qué dulce vivir así: en alegría y esperanza!
*Obispo Emérito de Garzón
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