Tarde soleada como para el optimismo a todas luces. Salgo a caminar un poco para estirar las piernas y sin haber dado cinco pasos se me cruza en el camino una mujer que me pide la escuche. Se sienta, con cara firme y de condición humilde. ¿Cómo está?, le pregunto. Y añado: ¿Qué la trae por aquí? Me responde que tiene graves problemas materiales y espirituales. Desglosa: hace siete meses no tengo empleo, soy madre cabeza de familia, dos hijos de diferente padre y ninguno responde por lo que engendraron con ella. Vengo de intentar dejar una hoja de vida en una empresa de aseo, pero no la reciben por mi falta de experiencia. Mis hijos, de 14 y 15 años, no volvieron al colegio pues no tengo cómo darles de comer y la hija ya se desmayó en clase de educación física. Pedí permiso al Ministerio de Trabajo para que los dejen trabajar y lo negaron. Pasamos días con agua de panela y maíz. He ido al Bienestar Familiar para entregar mis hijos por mi pobreza total, pero no me los recibieron. He pensado en quitarme la vida. Y debo dos meses de arriendo, a $ 200.000 mes. Tal vez si tuviera para comprar unos cuatro termos y vender tintos y aromática, las cosas mejorarían un poco. ¡Y es que en mi barrio nadie vende tinto a las cuatro de la mañana! ¿Cuánto valen los termos?, pregunto: Como a $ 30.000 cada uno, más lo del café y las aromáticas y una libra de azúcar y panela.
A medida que esta mujer cuenta su historia, me parece que el sol se oculta, aunque en realidad no son sino las tres de la tarde. Es el sol del alma. El sonido de su voz parece ser el último grito en un desierto en el que nadie parece querer escuchar ni ver las cosas reales de la vida. Me hace acordar del grito de Jesús en su pasión en el que le reclama a Dios que se haya olvidado de Él. Pero es un grito sorprendentemente sereno el de esta mujer que, en un acto de lucidez, se atreve a golpear una puerta desconocida en la ciudad y contar su drama. Lo escucho sin musitar palabra, pero me va creando la sensación de un rayo divino que cae atronador sobre todos los discursos impertinentes que se pronuncian y escriben a diario sobre unas realidades maquilladas, apenas si vistas en su profunda desolación y en sus consecuencias sobre el ser humano afligido. Me quedo más tiempo en silencio esperando que la mujer pronuncie una sentencia contra alguien, contra algo y que algunas lágrimas salgan de sus ojos. Ni lo uno ni lo otro.
Quién sabe si en las lides políticas que en este domingo entretienen a tantos, alguien esté pensando en cosas reales como esta historia de carne y hueso. En verdad lo dudo. La vanidad, la vanagloria, la liturgia del poder difícilmente dejarán espacio para estas pequeñas historias marginales que han sido sofocadas por la estadística. Al menos la mujer, para este domingo, ya tiene unos termos y quizás así su vida no acabe de enfriarse por razones ajenas a su voluntad.