Hay quienes han querido ver en la primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas de este domingo, con un país partido, un cierto paralelismo con las dos Españas, la de los 'ricos' frente a los 'pobres', la de los Estados regionales pesando decisivamente sobre la política nacional, la de dos personajes que representan uno a 'las derechas' frente a 'las izquierdas' del otro.
El centro se ha difuminado al máximo. Pero, aunque en España el centro es hoy una entelequia, ni Bolsonaro es, líbrenos Dios, Feijóo, ni Pedro Sánchez se asemeja demasiado a Luis Inacio da Silva, 'Lula', a quien se da como más probable ganador, aunque vaya usted a saber, en la segunda vuelta electoral, a finales de este mes.
Los españoles somos, comenzando por los comentaristas políticos, aficionados a comparar, simplificándolas, demasiado nuestra situación con la que atraviesan otros países, sobre todo cuando las cosas allá van mal. Pero son múltiples las razones por las que ni Brasil es España ni la política brasileña, polarizada al máximo, dos conceptos de la vida opuestos, en liza, es como la política española, polarizada y crispada, sí, pero alejada de tales extremos populistas. Al menos por el momento.
En Brasil, los sondeos que daban como claro vencedor a Lula se equivocaron por varias décimas. En España, vivimos pendientes de las encuestas ante unas elecciones aún lejanas, pero paradójicamente tan próximas: el PSOE se estanca, el PP sube algo, los extremos descienden algo. Pero resulta insuficiente para pensar en una segura alternancia en el poder. El afán de conquistar las urnas está impidiendo cualquier acuerdo de país, desde una política de rentas hasta los imprescindibles pactos sobre financiación autonómica, lanzada hoy al caos fiscal, y reparto de los fondos europeos, sobre los que pesa el silencio oficial más absoluto, más opaco.
Yo diría que España, plenamente inserta -quizá más que nunca en unas estructuras europeas 'templadas' incluso en estos tiempos bélicos-, está hoy en una situación mejor que en un Brasil cuyos principales líderes políticos han mantenido hasta el paroxismo la tensión más destructiva en el marco trepidante, imprevisible, de la política latinoamericana globalmente considerada. Sánchez y Feijóo no se entienden, es obvio, para acabarán haciéndolo, al menos en las cuestiones clave de Estado, porque Europa y los electores que pagan impuestos lo van a exigir, sugieren las encuestas, casi como requisito para acudir a las urnas y depositar un determinado voto.
Otra cosa llevaría, de nuevo, a difuminarlo en varias opciones, algunas bien extremistas. Como en Brasil, donde no cometeré, sin embargo, el error de equiparar, en cuanto a insensatez, a Bolsonaro con Lula. Si tuviese que elegir y yo fuese brasileño, tapándome la nariz yo hubiese votado a Lula, aunque él tampoco sea el futuro en un mundo de septuagenarios con demasiado pasado a sus espaldas.
Pero ya digo: no extrapolemos casos. Ignoro si Brasil saldrá por el lado de la confrontación social, como parece. Quiero creer que en España, en esa España empeñada en destruirse como dijo Bismarck, ese riesgo no existe.