Nos cuentan los relatos bíblicos que unos magos de Oriente siguieron una estrella para adorar al Dios encarnado. Hoy el llamado es a seguirnos a nosotros mismos, pues la estrella la llevamos adentro.
Nos han acostumbrado a pensar que el dios o los dioses en quienes creemos están solamente en el cielo, arriba, fuera de nosotros, muy lejanos en el exterior. Hemos creado dioses a nuestra imagen y semejanza, con actitudes como las nuestras, humanos en proceso de aprendizaje: culpamos, guardamos rencor, juzgamos, condenamos, excluimos, separamos. Aunque nos ha llegado el mensaje de Jesús, no sabemos aún vivir plenamente en el amor, no como emoción sino como fuerza, algo aún más interesante y poderoso. Claro, también tenemos luces y hacemos nuestros mejores esfuerzos por tener una vida en armonía, pero parece que seguimos creyendo en un dios masculino y castigador que juzga y condena el pecado, y por este entendemos muchas cosas -dependiendo de la religión que se profese-, pero no lo fundamental: la pérdida de la consciencia de la conexión con el Todo. Si tuviésemos esa consciencia, dejaríamos de hacernos daño a nosotros mismos, los demás y la Tierra; comprenderíamos que somos uno.
Es necesario superar muchas concepciones religiosas y culturales para reconocer que tenemos dentro una chispa de la Divinidad, y que ello no es preciso demostrarlo con la ciencia racional, que da cuenta solamente de lo que puede medir y verificar, negando todo lo que se escapa a su alcance. Esa chispa divina es la que nos permite ir más allá de nosotros mismos, trascender esa noción de culpa y de castigo para adentrarnos en la unidad con todo lo que existe. Esa es la estrella, que brilla en nuestro interior a pesar de nosotros mismos y nunca deja de relumbrar: requerimos plena presencia para percatarnos de ese resplandor, del propio y el ajeno. Seguir la estrella es hacer conexión con nuestra esencia, para que desde ella nos relacionemos en forma sana con nuestra familia, nuestros amigos, las mascotas que nos alegran la vida, las plantas que embellecen nuestros entornos, con quienes trabajan a nuestro lado, la montaña y el río, el planeta y el cosmos.
Aún no sabemos seguir esa estrella. Llevamos milenios mirando hacia afuera y hacia arriba, pero nos falta práctica en mirar hacia adentro. Nos deslumbramos con la fugacidad de las estrellas exteriores -la imagen, el reconocimiento, el aplauso- o nos derrumbamos en los agujeros negros del dolor, el miedo y la rabia, mientras podemos aprender de ellos. En la medida en que reconozcamos que la estrella está adentro y la sigamos, podremos vivir en mayor plenitud. Esto es fácil decirlo, no es tan sencillo hacerlo. Si así fuese, no llevaríamos milenios de desconexión.
Lo de afuera es necesario, por supuesto: no se trata de estigmatizarlo ni condenarlo, pues perpetuaríamos el mismo juego de exclusión y castigo. Se trata de darle su justa dimensión, de valorarlo en lo que es, y en ello cada quien tiene su medida. Precisamente, hacer conexión con nuestra estrella interior nos permitiría ponderar mejor el afuera y crear con él relaciones más armónicas. Si seguimos nuestra propia estrella, con seguridad nos mejora la existencia