Como el mundo está totalmente chiflado, no es imposible creer lo que se oye cada vez con más frecuencia. Por ejemplo: “No voy a tener hijos para no maltratar más el planeta”. O también: “no voy a tener hijos pues eso se opone a mi desarrollo personal y profesional”. Y: “No tendré hijos porque eso sale muy caro y como están las cosas eso sería una irresponsabilidad”. Y, además: “Para qué traer hijos al mundo si todo está tan mal; mejor no traerlos para que no sufran”. Y la cereza del ponqué: “¿Cómo se le ocurre pensar que voy a dejar nacer un niño que viene ya con un problema diagnosticado como el síndrome de Down?”. Pareciera que esa pequeña criatura que ha poblado la vida humana desde siempre, el hijo, la tiene muy difícil al menos con cierto tipo de personas en estos tiempos.
Alguna vez la humanidad era todo grupo o tribu o comunidad. Allí casi que ni se diferenciaban los unos de los otros o las mismas familias. Era como una especie de comunismo inicial natural -no esa cosa que después montaron para arruinar el mundo-. En ese espíritu colectivo cabían todos con igual tranquilidad: el anciano sabio, el adulto labrador y cazador, la mujer que proveía el agua y conservaba el fuego, los jóvenes observadores de sus mayores, y los niños –los hijos de siempre- corriendo, riendo, gritando, confiando. Pero llegó el fin de la tribu y la comunidad y entonces el espacio se redujo para dar cabida solo al individuo y un individuo que a veces no cabe ni en sí mismo pues su sentido de grandeza está bastante hinchado. Así, entonces, ¿estaremos ante la perspectiva de la desaparición de los hijos?
Pocas posibilidades hay de que eso llegue a ser así. Esas formas estrafalarias de pensar son más de uno reducido grupo de personas que difícilmente pueden ser predominantes en algún momento de la historia humana. Pero su aversión a los hijos es, en todo caso, un hecho que vale la pena pensar en sus razones aparentes y profundas. Hay que reconocer que el sistema de vida actual a veces ni siquiera deja posibilidades de escoger la vida que se quiere en verdad. Más bien tiene prediseñada esa vida y quizás alguien con sentido de la responsabilidad sincera diga que, en tales circunstancias, mejor no tener hijos. Y hasta razón tendrá. Pero lo normal y deseable es que quien quiera comunicar la vida lo pueda hacer sin que eso signifique una especie de viaje a lo desconocido o a una especie de zona minada. Al mismo tiempo, quien quiera comunicar la vida habrá de entender y asumir con gusto que eso cambia todo en la vida, crea “incomodidades” más bien deseables y con toda seguridad llena de sentido la existencia.
No es que sin hijos no haya sentido, ni más faltaba. Pero cómo será de interesante e importante lo de tener hijo, que hasta Dios tiene el suyo. Sin embargo, en nuestra época parece estar asomando la necesidad de contarles a los jóvenes adultos que aquello de los hijos es sin duda toda una maravilla, aunque les van a sacar canas, pero seguro que no tantas como las sonrisas y alegrías que generarán a lo largo de los años. ¡Que vivan los hijos!