Creíamos que la igualdad ante la ley era principio inconmovible de la democracia, por lo menos desde la Revolución Francesa. Ahora resulta que no. En Colombia no todos somos iguales ante la ley. O, si se quiere mirar desde el otro ángulo, la ley no es igual para todos. Teóricamente todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros.
Y así es imposible que se afirme la paz, en una nación que tiene la obligación de restablecer la justicia como base de la vida social y reconstruir las instituciones que les permitan a los ciudadanos nacer, crecer y progresar, sin usarlas para convertir en provecho propio de unos, lo que debe ser oportunidad para todos.
Durante largas décadas se dijo, con razón, que "la justicia es para los de ruana”, pues se había convertido en un centro estatal de dificultades, costoso y lento. Se volvió locuaz. Y al poco tiempo, ya no era ni siquiera para los de ruana. Ellos dejaron de usar la ruana y la justicia también.
El país empezó a caer en la aberración de ejercer la justicia con su propia mano. Como los cavernícolas de las comunidades más primitivas.
La ineficacia y lentitud de la justicia generaron la desconfianza que hoy corroe uno de los principios esenciales del Estado.
La situación se agravó con la utilización de la justicia como herramienta política, a través de los medios de comunicación. Su espada se convirtió en un garrote para golpear al adversario en fallos que tienen más de prevaricato que de sentencia, dictados para aprovechar el Estado como poder vengativo, en donde la fuerza de la justicia se vuelve ejercicio de la injusticia activa. "Vale más un centímetro de juez que un kilómetro de ley" comenzó a decir el lenguaje popular.
Perdida la confianza, ¿para qué acudir a la justicia? Apelar a ella tiene sentido si se cree en sus virtudes. Las dos madres que acudieron a Salomón para que dirimiera el pleito sobre el bebé superviviente, cuya maternidad disputaban, se someten al fallo del rey porque confiaban en su sabiduría y estaban seguras de su rectitud.
En cambio, entre nosotros, los litigantes se presentan ante los jueces llenos de temor. Es un milagro si todavía aspiran a un fallo justo. Otro milagro es que el fallo se dicte en un plazo razonable. Y otro mayor que la gente crea que se falla en estricto derecho.
Y cuando se presentan coyunturas históricas como la que estamos viviendo, la falta de justicia se convierte en combustible que multiplica la violencia.
Las luchas políticas se trasladaron al campo judicial y en medio de ese asalto al poder no hay ni el interés ni la serenidad indispensable para aplicar la ley.
Entre ese maremágnum de inconsecuencias, los jueces que fallan en derecho se ahogan. La buena labor de aquellos se invisibiliza y se pierde entre tanta incoherencia e injusticia.
¿Cómo se gobierna un país en donde el ciudadano tiene la clara percepción de que la justicia sanciona con más severidad un delito menor que un delito de lesa humanidad?