Hace un mes compré unas peras para el desayuno. Se veían muy apetitosas y las escogí pensando en lo dulces y suaves que estarían, con su aspecto verde y brillante; ya había comprado unas similares, así que el color no implicaba nada que me llevara a pensar lo contrario. Estaba de afán y tomé unas cuantas. Al llegar a partirlas y disfrutar de su néctar natural, una estaba como una piedra, no solo verde por fuera sino también por dentro. La guardé, confiando en que en algún momento maduraría, pero pasaron varios días y no dio signos de avance. No es a mi ritmo ni al de las otras peras: es al de ella.
Si bien es cierto que los seres vivos experimentamos diferentes ciclos existenciales, no lo es menos que cada individuo los vive a su manera, desde su más plena subjetividad, a pesar de los convencionalismos estadísticos o sociales, que no son otra cosa que miradas impuestas sobre los procesos vitales. La naturaleza no es uniforme ni lineal, sino diversa y compleja, algo que nos ha tomado bastante tiempo comprender, pues también en ello hay ritmos, momentos y elecciones.
Las personas tenemos múltiples maneras de vivir la vida, de aproximarnos a sus significados, de decidir cómo se quiere o no hacer este viaje temporal. Aunque desde la visión moderna el mundo abrace a la estandarización -y ella sea necesaria para garantizar la calidad en los procesos industriales, que siguen lógicas lineales-, la vida en general y de los seres humanos en particular es mucho más rica en sus dinámicas y resulta justo reconocerlas en su complejidad. Por esto, en asunto de ritmos vitales, creo que tanto estándares como comparaciones sobran.
Son tan importantes para el desarrollo de la humanidad y la expansión de la consciencia las experiencias de quien va en la vida a toda velocidad como las de quien va más lentamente. De hecho, nuestros propios ritmos personales pueden tener diferentes estados, a veces veloces y en ocasiones despaciosos, sin que ello signifique nada diferente a una necesidad puntual en algún momento de la vida. Cuando reconocemos esto, que cada instante se vive como corresponde, podemos soltar las comparaciones que nos alimentan los egos, pues podemos terminar valorándonos en contraste por arriba, lo que nos lleva a la prepotencia, o por abajo, lo que nos conduce a la envidia. En realidad cada experiencia vital es tan valiosa en sí misma que cotejar está de más: cada ser humano, cada ser vivo, es tan especial que desde esa especificidad nutre toda la existencia.
Reconocer que cada quien tiene sus ritmos, así como su especialidad, nos propone retos verdaderamente transformadores: nuevas formas de crianza, de relaciones en espacios laborales o académicos, de interacciones que no se basen en la competencia sino en la colaboración. Si sumamos nuestras especialidades y respetamos los tiempos -propios y ajenos- podremos ir madurando más armónicamente, cada quien en su momento. Como la pera, que está blanda y cambiando de color.