El nacimiento de Jesucristo en Belén de Judá, es ciertamente “súper cimera realidad”. Hay fábulas mitológicas sobre fe en diversas divinidades, pero el hecho del único Dios que se encarnó, milagrosamente, en el seno de una humilde doncella de Nazaret y nació (Lc. 1,26-38), y, nace en rústica pesebrera, “porque no encontraron albergue”, en casa de humanos (Lc. 2,1-7), es encantadora realidad con la que se inicia el cumplimiento de precisas profecías a partir del histórico llamado por Dios de cielos y tierra a su fiel servidor Abraham, en Ur de Caldea (Gen. 11, 11-31).
A partir de ese primer llamado, sigue la accidentada historia de Abraham a sus 75 años (Gen. 11,32), con múltiples pruebas de fe en Yahvé (Dios), quien con tal nombre solo se revela unos 600 años después a Moisés su descendiente, llamado a dirigir el Pueblo escogido (Ex. 3,14), y con diversas manifestaciones en medio de ese aventurado existir en sus divinas manos. Así, en medio de situaciones que solo se vendrían a superar de una parte por el poder divino, con respuesta de un humano, que, en medio de todo le es fiel, comenzando un proceso de unos 1900 años, hasta que, entre la fe de una santísima mujer que se entrega a los planes de Dios que se encarna en sus purísimas entrañas, sin intervención de varón, confiada en la palabra del mensajero celeste, que “no hay nada imposible para Dios” (Lc. 1,37), que le ofrecía esa maternidad. Ante ello hace ella su plena entrega a los planes divinos con su irreversible “Fiat”, “Hágase” (Lc. 1,18), vinieren las pruebas que vivieren. Estas dos historias fueron claro cumplimiento de cuanto decía Dios por el Profeta Isaías: “Mis planes no son vuestros planes, ni mis caminos son nuestros caminos” (55,8).
De un hombre entrado en años, que solo a sus 100 viene a engendrar a Isaac, que sería el hijo de las promesas divinas, y de un joven virgen, permaneciendo como tal, tomaría carne humana el Dios infinito. Al primero le pide el sacrificio de su hijo, y está pronto a cumplir lo indicado por Yahvé, pero se detiene su mano; a la segunda se le pide sufrir en su corazón el horroroso martirio de su Hijo, pero espero sin titubear, su Resurrección que la llenaría de gozo infinito.
Celebrar con alegría infantil y candor de niños (Lc. 17,18) estos cimeros hechos de la Redención humana, y acogerlos con mente sencilla, como agrada al Padre celestial (Mt. 11,25), es el gran programa, que da gozo infinito en las jornadas decembrinas. Profundas estas verdades, infinitamente superiores a las profanas propuestas de comilonas y certámenes lujuriosos, a que tantos invitan, con tremenda superficialidad. Navidad sin Niño Dios adorado y aclamado con melodiosos villancicos, sin colocarnos junto a Él, a la Virgen y a S. José, con alma limpia, y con repaso de los grandiosos planes divinos que hemos recordado, no es Navidad.
Están bien los regocijos, compartidos en ambiente de Parroquia y de familia, alegrados con dulces, villancicos, pero que en el centro y cimiento de todo estén los hechos inefables que se conmemoran. Es que, cerca de Dios, todo es dulce paraíso, y lejos de Él, triste infierno. Solo, de esa manera, tendremos, realmente, Feliz Navidad.
* Obispo Emérito de Garzón