Hace dos años, un montón de gente se reunía en Marawi, Filipinas, para preparar la fiesta de María Auxiliadora.
De súbito, la ciudad sufrió el ataque de un grupo terrorista yihadista de esos a los que llaman “disidencias” y que no son sino el brazo armado de una organización violenta que, por supuesto, también cuenta con un brazo político.
En cualquier caso, el grupo armado organizado secuestró a un centenar de personas para obligar al gobierno a ceder ante sus pretensiones, una práctica que, si por esas latitudes es rentable, por estas resulta insuperable.
Entre tales secuestrados se hallaba el padre Teresito Soganub.
Tal como él se lo ha narrado a la gente de ‘Ayuda a la Iglesia Necesitada’, los facinerosos incendiaron la prisión, la estación de policía y una escuela, pero, ¡cosa curiosa!, “nunca llegaron los bomberos”.
Luego, esos terroristas que, por supuesto, también han participado allá en varias negociaciones y postconflictos con gobiernos, entreguistas unos y pusilánimes otros, asaltaron la catedral y tomaron como rehenes al padre y a los fieles.
De hecho, los subversivos se marcharon con el grueso número de secuestrados y los movieron de un lado para otro huyendo de los esfuerzos del Ejército por liberarlos.
Como es habitual, entre las víctimas había mujeres y niños, fenómeno ante el cual los insurgentes no sentían resquemor alguno porque siempre que se les pregunta -tanto a los de allá, como a los de acá- si consideran repararlas, la cínica y melodiosa respuesta es la misma: “... quizás, quizás, quizás”.
Ironías aparte, el grupo obligó a los adolescentes en su poder a prestar apoyo al emprender hostilidades y utilizó a todos los secuestrados como escudos humanos sin rubor alguno.
Por supuesto, durante el cautiverio de más de 100 días el padre Teresito llegó a pensar que perdería la vida.
Pero jamás se amilanó, ni se postró, ni cedió ante los extremistas que no ahorraban esfuerzos por atormentarlo con todo tipo de intimidaciones psicológicas.
Frente a tales afrentas y la clara sensación de que el gobierno los había abandonado a su suerte, el padre jamás se arredró y, por el contrario, en su intimidad exclamaba (al unísono con las Sagradas Escrituras): “Señor: ¡Yo sé que estás aquí!”
Absolutamente sincero, el padre también admite que se cuestionaba en muchas ocasiones: “¿Por qué yo, Señor; por qué has permitido esta situación?”.
Finalmente, él logró escapar de sus secuestradores en compañía de otro rehén. Pero, independientemente del desenlace, su actitud, su entereza y su templanza son la mejor enseñanza.
Porque cuando los radicales asedian y los gobiernos flaquean ya sea por miedo, impotencia o desidia, el grito de Teresito Soganub siempre será repetido, una y otra vez en todo tiempo y lugar: “Señor: ¡Yo sé que estás aquí!”