Las corridas de toros se dan en nuestra tierra cuando arriban desde España, con sus hombres y cultura, lo mismo que el caballo. Por cuenta de la expulsión de los jesuitas, en tiempos de Carlos III, el ganado se cría salvaje en los llanos. En los inicios, las corridas coloniales no pasaban de ser becerradas por carencia de toros de casta. Los toros aparecen desde la mitología griega en Creta. El hombre se enfrenta a la bestia mítica con control de sus nervios y reflejos, anticipación de sus movimientos y arrojo extremo. El diestro en la faena expone su vida al extremo, es el héroe y muchas veces para lograr el aplauso del público y la fortuna, cruza los límites de la seguridad y termina herido de muerte en la arena. Los toros tienen cuernos con los cuales en un instante pueden despachar al otro mundo al que osa desafiarles. Los toros, con su peso multiplicado por la velocidad, son un arma mortal.
Ese universo de las corridas de toros se compara en sucesivas ocasiones con la política, puesto que el público que asiste a la fiesta brava, con su actitud positiva o negativa, influye en el ánimo de los diestros. Se cuenta que los grandes toreros que cayeron en la arena, encontraron ese destino fatal por dejarse llevar por el entusiasmo del público que los empuja a esos actos extremos de valor que terminan en tragedia. A su vez, el torero tiene un capote y una espada, con los cuales hace la faena, ayudado por la cuadrilla. El espectáculo en el redondel de la arena recuerda los desafíos del circo romano. La cuadrilla es fundamental para que la faena sea atractiva, así como para dar respiro al torero y apoyarlo o hacer el quite a la bestia en momentos de peligro.
La cuadrilla, a su vez, se compara con el equipo ministerial y de altos funcionarios que rodean a un gobernante. Eso en el mundo hispano. En otros países ese culto extremo por el arrojo individual y la destreza del torero ni se entiende. En el caso del presidente Gustavo Petro, quizá contagiado por la manía de los catalanes por oponerse a las costumbres populares de Castilla, dice abominar la fiesta brava. En Bogotá se recuerda una gris tarde de toros en la cual la multitud capitaneada por Petro y sus áulicos, insulta y choca con el público, compuesto en parte por señoras. Puesto que, al parecer, el político colombiano imita a los catalanes en lo del rechazo a la fiesta brava.
Analizando esa actitud negativa contra las corridas, que son una tradición folklórica nuestra, se entiende que a Petro no le importe tanto la cuadrilla, como lo viene demostrando con los nombramientos y cambios ministeriales. Si estuviese familiarizado con la faena antigua, sabría que una buena cuadrilla es vital para cumplir su mandato presidencial. Una cuadrilla de tercera es fatal para el gobernante. Ese universo micro de las corridas de toros se compara en sucesivas ocasiones con la fatalidad extrema del torero que por falta de apoyo cae herido en la arena, como el que encuentra un triste final, al desafiar al toro con instinto suicida por complacer con desesperación al público. Eso es lo que les ocurre a ciertos demagogos que empujan la política al límite, sin importar quien caiga.
Petro, inicialmente, tuvo el talento de nombrar a José Antonio Ocampo, en Hacienda, lo que significaba sería su salvavidas y, al mismo tiempo, el polo a tierra de su gobierno. Con brillante experiencia en el campo de las finanzas, manejo de la economía, profesional en lo internacional, fue segundo en las Naciones Unidas en lo económico y candidato a presidir el Banco Mundial, cargo que la envidia oficial frustró al negarle el voto. Salir de Ocampo y reemplazarlo por un agente menor de la política bogotana fue un acto suicida del gobernante. Y, en otro gesto de obnubilación, nombra en Ecopetrol a un neófito en el asunto, que le manejó los fondos de campaña y que pretende acabar con la primera empresa del país. Saber algo de la fiesta brava nunca está de más y ello habría librado al gobernante de cometer tantos yerros.