Al paradigma de la modernidad le debemos grandes avances en la comprensión del mundo y de la vida. Hace cinco siglos la humanidad tenía una visión muy limitada del mundo, al menos en la Europa occidental, que había vivido un período de repliegue en el pensamiento luego del fin del Imperio Romano. Otra cosa era la esfera árabe, floreciente en matemáticas, literatura, arte y arquitectura, y ni qué decir de las civilizaciones en India y China, que aún preservan y nutren grandes tradiciones de sabiduría. Así que el pensamiento de Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei fue fundamental para que el ser humano tuviese una idea más clara de su lugar en el universo y pudiese, con una nueva perspectiva, relacionarse con sus pares y con el planeta.
Fruto de esa revolución en el pensamiento fue la creación de nuevos sistemas sociales, políticos, económicos e industriales, que ahora nos parecen naturales porque hemos crecido en ellos. Lo cierto es que hoy, cuando ya hemos recorrido un casi una quinta parte del siglo XXI, ese modelo moderno no da las respuestas que la humanidad necesita.
Creer que el hombre está por encima de la naturaleza para someterla dio origen a la depredación medioambiental de la cual hoy somos testigos. La visión moderna del hombre es extractivista: de las mujeres ha sacado lo mejor que pueden dar, los hijos, ojalá muchos para que fuesen mano de obra. Con el mismo criterio, de la Tierra se ha extraído sus frutos: petróleo, oro, platino, coltán, carbón, por mencionar solo algunos, mientras que en la superficie se apuesta por los monocultivos, arrasando ecosistemas que han tenido un balance vital para la existencia armónica de miles de especies de fauna y flora. Los sistemas económicos creados desde esa misma lógica terminan generando inequidad: aún como humanidad no hemos encontrado la clave para que en un planeta tan amplio cada ser humano tenga garantizados un techo y la alimentación diaria.
Algo no estamos viendo, el experimento humano no nos está saliendo del todo bien. Necesitamos ampliar la mirada y por fortuna ya lo estamos haciendo. Desde hace un siglo estamos recuperando en Occidente una mirada de totalidad, que es la apuesta que nos está permitiendo repensarnos como especie. Pero nos falta mucho camino por recorrer: no es fácil cambiar de paradigma, pues finalmente es el piso con el que hemos crecido y los terremotos nos asustan. Sin embargo, los sismos permiten la reacomodación de las estructuras, lo cual es un proceso inevitable. Podemos empezar por preguntarnos a nosotros mismos qué tenemos que ver con la totalidad: ¿cómo la puedo reconocer en mí? ¿Desde dónde me estoy relacionando conmigo mismo, desde la fragmentación que divide mis pensamientos de mis emociones y mis instintos o desde la integración en la que lo que siento, pienso y actúo está interconectado? ¿Cómo me estoy concibiendo, desde la separación de mi burbuja personal o social? ¿O expandiéndome, con consciencia de la existencia algo más grande que yo mismo?...