Cuando reconocemos que somos totalidades, que estamos completos, la vida cambia. La sensación de estar incompletos es muy dolorosa y nos conduce a una frustración permanente. Esa es tal vez una de las herencias más duras del paradigma de la modernidad, que interpreta la vida y sus relaciones en forma mecanicista; el cuento de la media naranja es fiel reflejo de ello: solo somos piezas de un engranaje que no pueden funcionar por sí solas, que requieren que aparezca la otra mitad.
Esa interpretación de la totalidad se basa en la carencia, en que necesitamos a otro que nos complete, que la vida no merece ser vivida solo por nosotros mismos. Por ello hay tantas parejas que tienen más dinámicas de amistad, resignación y costumbre que de amor. También de allí se deriva que, como dice una famosa canción reflejo del patriarcado, “a quién se quiere más si no a los hijos, son la prolongación de la existencia”, como si la propia vida no valiera y no mereciera nuestro primer y más profundo amor. Claro, a nadie le gusta lo incompleto. Por ello desde las ideas modernas es difícil desarrollar una sana autoestima: necesitamos otros que le den valor a nuestra vida, pues hemos naturalizado el creernos incompletos. Lo aprendemos en la familia, lo reforzamos en la escuela y lo transmitimos transgeneracionalmente. Sí, si no amamos la totalidad que somos, nuestra integridad, no podremos amar a otro desde un sentido de abundancia, sino uno de carencia.
Vivir fragmentados también atraviesa la experiencia de nuestro propio cuerpo. Muchas veces vivimos desconectados de nuestra corporeidad, como si ella fuese solo un incómodo anclaje al mundo material y no tuviese nada que ver con lo que pensamos ni lo que sentimos. Esa es una primera escisión, el que nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras extremidades vayan por caminos diferentes. Se profundiza en una segunda cuando en lo físico no asociamos un cáncer con un conflicto emocional o un esguince de tobillo con la decisión sobre una ruta de vida que tal vez no nos corresponde transitar. El sistema de salud contribuye grandemente a esta concepción segmentada de la existencia, pues la especialidades médicas con compartimientos estancos en los que la gastroenterología no tiene nada que ver con la fisiatría.
¿Cómo queremos seguir viviendo? ¿Desde la fragmentación cómoda, pues es conocida y normalizada, o desde una ruta de integración, desafiante y compleja? Es aquí donde entra en juego nuestro libre albedrío. Cada quien tiene la posibilidad de decidir, de formularse y responderse preguntas que tal vez nunca se haya hecho, no porque no esté en capacidad de ello sino porque simplemente no lo cree posible. Darnos la oportunidad de cuestionar el paradigma en el que siempre hemos vivido nos permitiría reconocer nuestra propia totalidad y la del otro, comprender que juntos hacemos parte de totalidades mayores. Ese conocimiento nos posibilitaría construir otro tipo de relaciones, empezando por la propia. Cuando abrazamos la totalidad, nos abrimos a una nueva dimensión de la existencia.