Cuando Donald Trump anunció su decisión de competir por la presidencia, muchos se mofaron.
Creían que se trataba solo de un personaje histriónico dedicado a la especulación financiera y sin liderazgo político alguno.
Pues bien, algo muy similar está a punto de suceder en el 2020, solo que ahora el panorama es mucho menos adverso para él.
De hecho, sus principales adversarios estaban, no tanto en el partido Demócrata, sino en su propio partido.
Pero, firmemente convencido de que su movimiento era superior a esa fachada republicana vetusta y raquítica, terminó refundando su partido y deconstruyendo al rival.
En la práctica, tuvo que enfrentarse a casi veinte precandidatos que se valían del partido y los superó en franca lid.
Con sus cuantiosos recursos económicos, él habría podido ser un disidente catastrófico, pero prefirió la lealtad a la aventura.
Y ya convertido en presidente, inició la revolución del interés nacional de los Estados Unidos tanto en política interna como en asuntos exteriores.
Dicho de otro modo, recuperó económicamente al país, le devolvió el poderío militar y rescató el liderazgo hegemónico compartiendo el poder con los aliados verdaderamente confiables.
A diferencia de Obama, para quien todo era negociable, aun poniendo en riesgo el interés nacional, Trump, como autor de textos en la materia, antepuso siempre el interés del Estado a cualquier tratativa.
En otras palabras, comprendió muy bien que había sido elegido en un momento crítico no para “administrar” al país durante cuatro años sino para fortalecerlo y blindarlo, poniéndolo a salvo de nuevos entreguismos basados en “simpatías -y-empatías”.
Por supuesto, los demócratas comenzaron a preparar su destitución, a toda costa y cualquier precio desde el mismo día de su posesión.
Pero esa obsesión, pueril y arrebatada, es, en este preciso instante, no solo la causa de su perdición sino el principal motor de la reelección de Donald Trump.
Extraviados en una veintena de precandidatos poco inspiradores y con alta opacidad, ¿cómo podrían los demócratas resultar victoriosos en este 2020 si lo único que le ofrecen a la nación es venganza, persecución y escarnio?
Para colmo, y a última hora, es decir, evadiendo el riguroso proceso de preselección basado en múltiples y sesudos debates, un multimillonario, M. Bloomberg, alter ego de Trump (y nunca la némesis que debería ser), pretende ahora convertirse en el salvador del partido “peace and love”.
En resumen, gracias al juicio político en el Senado, a la obsesivo-compulsiva persecución de los demócratas y a la oportunista irrupción de Bloomberg en el escenario, Trump ya está reelegido.
Y lo está para dar paso no ya a la tarea (en marcha) de “Hacer a América Grande Otra Vez”, sino al nuevo desafío que se ha trazado, el de que “América Crezca”.
Pero ya no América entendida solo como los Estados Unidos sino como una genuina estructura hemisférica, de tal forma que combinando una especie de Plan Marshall, Alianza para el Progreso y Seguridad Compartida, se preserve a las democracias del extremismo violento.
Pero no solo del extremismo, sino, principalmente, de la pusilanimidad, es decir, esa terrible patología política de las democracias liberales que por indecisión, improvisación y astenia, termina cediéndole el poder a los maestros del ilusionismo, el populismo y la persecución.