Por paradoja, pese a los avances técnicos y culturales, cuando la colectividad debería ser regida por el respeto y el buen trato entre seres humanos, el retroceso en materia de valores, principios y reglas resulta ostensible. Agresividad, violencia, intolerancia, deshonestidad, trampa, discriminación, aprovechamiento ilícito de recursos públicos, incumplimiento, ilicitud, falta de ética, entre otros dañinos elementos, marcan hoy la pauta en nuestro diario transcurrir.
Aparte de lo que se pueda decir sobre responsabilidad jurídica y política, o acerca de las causas, efectos y repercusiones de cada acontecimiento nocivo de los muchos que a diario registran los medios de comunicación -casi todos consistentes en delitos, violencia, ilicitud, crimen y corrupción-, vale la pena consignar algunas reflexiones de carácter general sobre lo que, en conjunto y como sociedad, significan todos esos hechos. Y, desde luego, en torno a la actitud que hayamos de asumir ante tan deplorable estado de cosas, no solamente antijurídico sino antisocial.
En Colombia -no es un secreto- se han venido perdiendo, y en muchas materias ya se han perdido, valores que ha debido conservar y debería empeñarse en recuperar. Enuncio apenas algunos, aunque, si quisiéramos ser exhaustivos, la lista podría ser bien larga.
Sin generalizar -lo que sería injusto-, vemos que, en distintos ámbitos y por muchas causas, se ha perdido todo respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos de las personas, en especial afectando a grupos humanos que lo merecen en grado superlativo, como los niños, los mayores, las mujeres, los discapacitados, los débiles.
Es menester que se llegue a un generalizado criterio -no formal y aparente, sino genuino y arraigado- de reconocimiento y consideración a las demás personas, y de observancia del Derecho. Y, de parte del Estado, el legítimo ejercicio de autoridad, que -como sabemos- no se confunde con el autoritarismo, la fuerza bruta o la unilateral imposición. Sobre la base de la legalidad, debe prevalecer el diálogo, la concertación, la construcción de políticas en una democracia participativa y pluralista.
Las autoridades deben tener como primeros propósitos el interés general, la solidaridad, el respeto al ciudadano, a sus libertades, a sus derechos -humanos, económicos, sociales, políticos, colectivos, culturales-; a las garantías que les reconoce el ordenamiento jurídico, a su integridad, a su seguridad, a su familia, a sus valores, a su libre expresión, a su conciencia.
Demos contenido a elementales disposiciones jurídicas que también son reglas mínimas de convivencia -sin las cuales ella es imposible-: el respeto a las libertades de conciencia, de cultos, de expresión, de opinión, de información; a las ideas y los conceptos políticos de los demás, sin perjuicio de sostener y defender los propios, con tolerancia y en paz.
Todo comienza por la formación de la personalidad, esencial en el proceso educativo. Desde la infancia, es mucho lo que se puede lograr. Familias, docentes, Estado, iglesias, partidos, medios, podemos construir, a partir de la efectiva vigencia e imperio del Derecho, una cultura de respeto, valores y principios que permita a las nuevas generaciones desenvolverse en el seno de una mejor sociedad.
¿Habrá algún candidato que, más allá de golpes y aguijones, comprenda este problema?