Una nueva carrera espacial se viene desarrollando a ojos vistas. India acaba de unirse al hasta ahora cerrado club de naciones que han logrado llegar al suelo lunar y, más pronto que tarde, otras lo harán.
Pero la Luna no es la única pista en la que la competencia tiene lugar. Japón logró posar una sonda en el asteroide Ryugu, desplegar dispositivos de exploración, abrir un cráter artificial, extraer muestras del suelo y enviarlas a la Tierra -un anticipo de lo que podría ser en el futuro la minería espacial-. Un dispositivo emiratí ya orbita Marte estudiando la atmósfera, y su misión abarca también Deimos, una de las dos lunas marcianas. La exploración del espacio ultraterrestre ya no es cuestión de unos pocos sospechosos usuales.
Esta nueva carrera espacial ofrece promesas innegables para el avance tecnológico y el progreso científico, y para la búsqueda de soluciones alternativas a algunos de los problemas que afronta la humanidad afincada en la Tierra. Pero también plantea preguntas que más vale la pena empezar a abordar antes de que la fuerza de los hechos se imponga a la posibilidad, a la capacidad, e incluso a la voluntad de responderlas.
El derecho internacional del espacio constituye la base del régimen internacional del espacio exterior. Pero la realidad que presidió su adopción hace más de medio siglo ha cambiado sustancialmente. Sin necesidad de cuestionar sus premisas -como la consagración del espacio exterior como un bien común de acceso universal, lo que excluye toda posibilidad de apropiación individual, o el principio de su uso pacífico y de su desnuclearización-, su insuficiencia actual parece palmaria. El alcance de los principios generales debe desarrollarse con reglas específicas, y muchas de las existentes deben ser, cuando menos, actualizadas.
Por ejemplo, aunque el tratado fundacional de 1967 prevé la participación de entidades no gubernamentales en actividades espaciales “autorizadas y fiscalizadas constantemente” por los Estados, lo que entonces era una mera hipótesis es hoy un hecho del que dan cuenta compañías como Blue Origin, Virgin Galactic, y Space X, cuyo horizonte va más allá del “turismo espacial”, y que incluso se ha convertido en proveedora de servicios para agencias espaciales gubernamentales y usuarios particulares. Un hecho que ahora amerita una regulación más explícita y menos hipotética.
En 2013 se lanzaron 210 satélites artificiales; el año pasado, 2470. Toneladas de escombros se acumulan en la congestionada órbita terrestre y constituyen un peligro para las nuevas misiones -y su reingreso descontrolado a la atmósfera, uno para cualquier población del planeta-. Se requieren mejores sistemas de registro, localización, e intercambio de información para que el peligro no se convierta en riesgo en cualquier momento.
En perspectiva están, además, las preguntas -y controversias- que podrían suscitar, sobre la marcha, cuestiones como el asentamiento de misiones permanentes en la Luna, la explotación económica (pública o privada) del espacio y sus recursos, o el despliegue de tecnologías ambiguas susceptibles de emplearse con fines de agresión.
El espacio exterior no puede convertirse en un territorio desgobernado, ni en uno gobernado de facto. La carrera espacial es, en ese sentido, una carrera también contra el tiempo.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales