Que en España tenemos grandes problemas que exigen un debate serio, sereno, y un pacto de Estado es indiscutible. Aunque no son esos los que el Gobierno tiene sobre la mesa ni debate el Parlamento. Me refiero, por ejemplo, a la sanidad que ni es sólo "el problema de Madrid" ni tiene sentido que la ministra responsable anuncie su marcha para ser candidata a la alcaldía de Las Palmas, sin ni siquiera intentar buscar respuestas a la crisis de profesionales y de calidad de los servicios que afecta a toda España.
Hablo del uso -o el mal uso- y de la falta de control sobre los fondos europeos que iban a servir para modernizar España y afianzar nuevos sectores punteros y nadie sabe en qué se están gastando y hasta si se van a perder. Hablo de la cesta de la compra y de la inflación galopante, de los precios insoportables de la electricidad y de los carburantes. Me refiero a la justicia, lastrada por la lentitud y por la utilización política. Hablo de la educación, donde impera una rebaja permanente de la calidad, y a la Universidad, devaluada y ausente del debate social y político. Hasta la Real Academia, nada propensa a levantar la voz, se ha visto obligada a salir al paso para decir que se va a cometer otro disparate con la reducción de contenidos de lengua y literatura "que los estudiantes deben dominar".
Hay muchos asuntos más que merecen un consenso, pero estamos a lo que estamos. La reforma de la sedición y de la malversación, mediante leyes de dudosa constitucionalidad, hechas "ad hominem" y no para servir intereses generales. O los disparates de leyes como la del "sólo sí", sin prever sus consecuencias y disparando sobre los jueces. O la mal llamada "ley trans", que va a tener aún peores consecuencias, si alguien no pone freno a la locura, ignorando, cuando no ocultando, los informes desfavorables de organismos como el Consejo de Estado, el Poder Judicial o el Comité de Bioética, de los colegios y las sociedades profesionales de médicos y de psicólogos, etc. O la de la ampliación del aborto, que camina en la misma y terrible dirección, sin formación y sin los conocimientos técnicos imprescindibles, rodeados de decenas de asesores tan incompetentes como ellos y cargados de soberbia, anteponen sus intereses ideológicos personales y partidistas al interés general y rompen las reglas del juego, mienten con descaro y cargan las culpas sobre jueces, abogados, el machismo imperante, la derecha mediática y lo que sea, con tal de no asumir sus errores. Y lo hacen con el respaldo del presidente del Gobierno, que solo así puede garantizar su continuidad en el poder.
En plena revolución rusa, hace cien años, surgieron los soviets, consejos obreros, entidades teóricamente abiertas, e inclusivas, que buscaban, de abajo a arriba, crear "un tipo superior de Estado y una forma superior de democracia". En esa Rusia del 1918 se dictó un código de normas que regían las elecciones y que, siguiendo la doctrina de Lenin, descalificaban para votar a "los que emplean a otros con fines lucrativos; los que viven de ingresos no derivados de su propio trabajo, intereses del capital, empresas industriales o de propiedad de la tierra; hombres de negocios privados; agentes; intermediarios; monjes y sacerdotes de todas las denominaciones; ex empleados de los antiguos servicios policiales, miembros de la dinastía Romanov, lunáticos y criminales".
Ahora, en democracia, las cosas, afortunadamente no se hacen así. Pero algunos no solo culpan a los jueces de sus errores, sino que quieren tener libertad plena para nombrarlos y destituirlos, les caen mal los empresarios, son partidarios de que la prensa no informe de lo que les molesta, aunque preferirían que solo hubiera medios de comunicación públicos, y de la nacionalización de la banca o de las empresas de la energía... Este Gobierno está en manos de esos "nuevos soviets" que no van de abajo a arriba, sino que los maneja un pequeño grupo de incompetentes.