Entre el domingo 29 de enero y el del pasado 7 de mayo, el Teatro Mayor presentó, primero la Compañía Nacional de Danza de España con un clásico, Giselle, que para ser exactos es la cumbre del ballet romántico, y el Ballet Nacional de España con La bella Otero el 29. Son las entidades adscritas, o como se diga, al Instituto nacional de las artes escénicas del Ministerio de Cultura y Deporte de España, encargadas de la promoción de la danza. La primera más encaminada a la divulgación del repertorio clásico, la segunda centrada en el patrimonio dancístico de la península.
Valga la observación y la consecuente comparación, Atlántico de por medio. Porque aquí el asunto de la danza se reduce a una oficina burocrática, cuyos fugaces inquilinos, vaya a saberse si alcanzan a diferenciar la segunda de la cuarta posición. No hay compañía, ni de danza académica ni nacional ni nada a la hora de nona.
Luego del Affaire Ariza, el presidente ni se toma el trabajo de nombrar ministro, mientras aquí el público queda deslumbrado con que el Teatro Mayor, en tres meses, levante el telón para presentar dos grandes compañías españolas. En fin, serán cosas del subdesarrollo.
Tras la digresión local, el asunto hoy es la presentación de La bella Otero del Ballet Nacional de España. Tema del espectáculo, la vida de Agustina Carolina del Carmen Otero Iglesias, nacida en Valga; Galicia el 4 de noviembre de 1868. La Bella Otero, nombre con el cual pasó a la Petite histoire, murió en Niza, el 12 de abril de 1965, arruinada después de haber recorrido medio mundo, unas veces como cantante, otras como actriz, muchas como bailarina y, en sus buenos tiempos como cortesana de postín. Se dice que fue amante del Kaiser Guillermo II, del Zar Nicolás II, de Alfonso XIII; hasta de Eduardo VII de Inglaterra, pero los suyos no fueron tiempos propicios para que las cortesanas terminaran coronadas en Westminster y el monarca británico de entonces no habría podido ni soñar con la posibilidad de hacer de la Bella Otero su Camilla Parker. Por eso, y porque dilapidó su fortuna en los casinos de Niza y Montecarlo, la Bella Otero, que aseguraba ser gaditana y no gallega, terminó sus días arruinada en una triste pensión, cuyo costo sufragaba el Casino de Montecarlo, seguramente por el cargo de conciencia de haberse quedado con los millones de sus andanzas en la ruleta. En la España de hoy, con semejante currículum, Otero habría opacado hasta a la mismísima Reina de Corazones.
Algo de todo eso tiene el ballet coreografiado por Rubén Olmo, director de la compañía.
Dos actos. Muchísimo más logrado el I que el II. Del primero, acierto en las preciosas imágenes de las primeras escenas, la España del norte, con la impronta religiosa. La escena de la violación de Otero con el trasfondo religioso en lo puramente coreográfico es francamente formidable. Menos lograda, e innecesariamente extensa la dedicada a la Carmen de Bizet que, se asegura, interpretó Otero.
El acto II no logra nunca alcanzar la intensidad, ni plástica ni narrativa del primero. El coreógrafo Olmo no alcanza a ligar una buena faena, ni con la escena del Folies Bergère, ni con la rusa, en la que, él mismo, se encarga de caracterizar al monje Rasputín. Si bien es cierto, la narrativa es bastante convincente en el acto I, no ocurre lo mismo con el II.
Independientemente de estas consideraciones, desde lo puramente técnico, es decir, del baile en sí, el rigor para seguir una marcación coreográfica asombra. Hay disciplina, los bailarines consiguen comunicar al auditorio que están disfrutando su trabajo. El vestuario es una maravilla, no porque esté bien concebido sino porque forma parte de la coreografía. Buena escenografía y mejores, aún, las luces que se elevan al estadio protagónico.
Donde sí naufraga el espectáculo es en la música. La partitura de Manuel Busto, en el foso de la dirección la tarde de la presentación, no tiene salvación alguna. Se trata, a lo sumo, de un popurrí de fragmentos de todas las procedencias sin el menor atisbo de originalidad y, desgraciadamente, amplificada hasta lo inadmisible. El músico sevillano deja la impresión, como ocurría en el pasado, de haber suministrado al coreógrafo lo que este le fue solicitando sin criterio alguno. Su mayor pecado, quizá haya sido no haber dotado su trabajo de un mínimo de unidad, de concepto y de sonido.
En todo caso, que quede claro: coreográfica y dancísticamente, el espectáculo del Ballet Nacional de España, visto en el Mayor, es un asunto profesional.
Ya quisiéramos por estos lares… donde hay ministerio y no ministro.