Cuando el teatro sorprende al público | El Nuevo Siglo
Cortesía
Viernes, 5 de Octubre de 2018
Emilio Sanmiguel
Bajo la dirección dual de Sandro Romero y Fabio Rubiano, “Constelaciones” se está presentando en el emblemático Planetario
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CUANDO me siento a escribir esta reseña a lo sumo habrán pasado 12 horas desde que salí del Planetario Distrital, la noche del jueves pasado, luego de la experiencia de asistir a “Constelaciones”, la obra del británico Nick Payne, que bajo la dirección dual de Sandro Romero y Fabio Rubiano, se está presentando en el emblemático edificio del Centro Internacional, a los pies del Parque de la Independencia y hombro a hombro con la Santamaría.

Porque no se trata de un espectáculo de esos que nada más salir, ya está uno en condiciones de escribir la reseña. O la reflexión. No crítica, que para el caso resultaría demasiado pretencioso. Al final, desde esta posición que me toca, se adoptan posturas: a veces uno se pone del lado del espectador, otras intenta instalarse en el corazón de la escena. También hay que defender al artista, por esta o aquella razón, otras al espectador, en especial cuando “le dan gato por liebre”. En todo caso se trata es de intentar, con palabras, transmitir la emoción que produce el acto artístico, pero, en casos como este de la “puesta” de “Constelaciones”, las palabras necesariamente se quedan cortas, porque describir el espectáculo resulta casi imposible. Creo.

Lo primero que se me viene a la mente es la decisión de Sandro Romero y Fabio Rubiano de instalar la obra al interior del Planetario Distrital; un edificio emblemático del perfil de la ciudad, pero un lugar de esos que se visita, con suerte, una vez en la vida y, ya, queda chuleado para siempre. Claro que fue una decisión original, pero no tanto si se piensa que estamos hablando de dos dramaturgos inconformes, de esos que miran de soslayo el pasado porque tienen la mirada puesta en el futuro. Tal parece, hasta el momento, a nadie se le había ocurrido, ni en Londres, ni en Nueva York, donde la obra de Payne ha sido aplaudida y aclamada, llevarla al medio natural de Marianne, la protagonista, una cosmóloga, una científica, que mantiene una relación con Roland, un apicultor. Los directores toman así partido por plantear esa relación compleja, parcialmente entre ellos y también con el espectador, porque la relación entre los protagonistas, instalada en una “arena” de 360º no permite la convencional frontalidad “a la italiana”.

“Constelaciones”, en su estructura misma, tiene algo del “rompecabezas” que el espectador tiene que intentar armar al final, pero eso, por suerte, no es posible, pues hay muchas piezas que parecen repetidas, son muchas escenas, una tras otra, algunas usan la técnica de la “variación” y la “variación” permite mirar la anécdota desde muchos ángulos. Algunos de ellos francamente contradictorios… como la vida.

Objetivamente pienso que el espectáculo es un prisma de muchas facetas y es el espectador, quien está en la libertad de armar su propia visión del relato, bien lo sugieren Romero y Rubiano, puede armar la obra a su gusto y hasta escoger el final que más le guste.

Ahora bien, el asunto va más allá, puesto que el Planetario les permite sumergir al auditorio en una experiencia sensorial imposible de describir: a veces las cosas transcurren en medio de una soledad infinita, pero también en medio de un realismo de cuya magia resulta imposible sustraerse, incluso cuando la escena parece estática son los espectadores, quienes creen o creemos estar girando alrededor de ella; de eso se encarga la creación de las atmósferas, que firma Santiago Caicedo, que no da tregua, porque su trabajo no es exactamente eso que podría calificarse de “escenográfico” porque está íntimamente ligado al drama. Igual ocurre con la propuesta sonora, que contribuye, y mucho, a que el espectador logre seguir con nitidez la estructura de las breves escenas que se desarrollan con impecable ritmo, a la manera de una “suite”.

Desde luego que para resolver una propuesta de tamaña complejidad se necesitan actores de primera. En la función de la noche del jueves, Marcela Mar fue Marianne y el mexicano Humberto Busto hizo la parte de Roland. Actores de primera porque el texto –la obra es “teatro de texto”- por eso que decía, que es un rompecabezas de piezas muy parecidas, pero nunca iguales, demanda de los actores preparación, habilidad y, lo de siempre, estar inmersos en la complejidad y, sobre todo, en las contradicciones de los personajes, porque si bien es cierto, las escenas, en especial las que recurren al formato de la “variación”, son similares, en realidad no lo son, y resolver ese galimatías no es nada fácil. Pero lo hacen y de qué manera.

Olvidaba decir que la “puesta” tiene el ingrediente adicional de “cara o cruz”. Depende del lado del cual caiga la moneda hay otro giro, también de 360º, pues la parte de Roland puede ser asumida por Angélica Blandón y se propone, así, no la relación entre un hombre y una mujer, sino entre dos mujeres. El jueves fue la visión heterosexual del relato.

Finalmente: es verdad que el trabajo de Rubiano y Romero es complejo. Pero, está concebido de tal manera, que en cuestión de minutos el espectador está en condiciones de seguirles el juego, que se extiende por una hora y quince minutos, que se disfrutan a tope. Al fin y al cabo, la historia en sí es sencilla. Esa es la verdad.