La orquesta de los capitalinos | El Nuevo Siglo
Viernes, 30 de Noviembre de 2012

Por: Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

 

Cuarenta Y cinco años de fundada cumple la Filarmónica de Bogotá. Demasiado importante para pasarlo por alto, porque con ella tengo una deuda de vieja data, que se remonta a mis años de estudiante en los setentas, cuando religiosamente, al caer la tarde de los jueves iba al Auditorio León de Greiff, que en materia de arquitectura era la gran novedad, para oír el concierto y luego quedarme al «foro didáctico» que moderaba Hilda Pace con participación de Carlos Villa, que por esa época hacía pinitos en la dirección y Ellie Anne Duque, recién llegada de la Universidad de Indiana.

 

La orquesta se quedaba en escena, Hilda recorría las graderías con un micrófono, los asistentes hacían preguntas y ellos las absolvían.

 

Todavía me acuerdo de ese foro, cuando tras la interpretación de la Sinfonía nº 1 de Brahms un asistente señaló la similitud entre su movimiento final y el Coral de la 9ª beethoveniana. Villa le respondió: Lo mismo le dijeron a Brahms y él dijo: cualquier asno se da cuenta de ello. ¡Quién dijo miedo!: una fracción del auditorio la arremetió contra Carlos porque consideró su respuesta inaceptablemente agresiva, nadie corrió en su ayuda, y él, que es el ser humano menos pendenciero del mundo, como pudo se las arregló y salvó su pellejo de la susceptibilidad de los aficionados filarmónicos de la época.

 

Otros foros/concierto no podían llevarse a cabo al ser interrumpidos por estudiantes que  los saboteaban: alegando que «El día de la muerte de Camilo Torres Restrepo ¡no hay concierto!» estropearon un Adagio de Vivaldi, la orquesta lo reiniciaba, volvía la consigna, nuevamente interrumpían y así sucesivamente hasta que todo se canceló.

 

La otra cara de la moneda eran los conciertos del sábado en la tarde, también en la Nacional: no creo que fueran tan perfectos como los recuerdo, pero había tal mística en la orquesta que la experiencia iba más allá del sonido. A fuerza de asistir y asistir durante años descubrí que tras ese milagro había un artífice, que muy discreto aparecía por el costado derecho del auditorio cuando bajaban las luces y mientras oía analizaba lo que ocurría en el escenario: Raúl García.

 

Su discreción no se compadecía con la talla de sus enemigos, que le asechaban, porque cometía un pecado imperdonable: ser de izquierda y ser pionero de la orquesta, que fue una disidencia de la Sinfónica de Colombia que por entonces dirigía Olav Rotts. Rotts y la Sinfónica eran intocables por ser la encarnación misma del Establecimiento y al establecimiento se lo respeta ¡o se lo respeta!

 

Lo que hacía la Filarmónica era deliberadamente pasado por alto por la gran prensa, que jamás le dedicaba un artículo o una mínima mención en sus ediciones: la orquesta al existir ofendía al Establecimiento y al maestro Rotts, “eran unos comunistas”, unos sacrílegos… qué lejos estaban de saber que eran los estudiantes comunistas quienes saboteaban los conciertos.

 

Como para esos años ya esta columna andaba al aire, empecé a registrar las cosas que ocurrían los sábados en el León de Greiff, y cómo poco a poco la calidad musical iba en ascenso. Era una experiencia ir la noche del viernes a ver la Sinfónica en el Colón y el sábado al León de Greiff para oír la Filarmónica: ¡no había nada en común!, casi nunca coincidían los programas y cuando eso ocurría, cómo salía de mal parada la pobre Sinfónica.

 

Los sinfónicos eran conciertos más elegantes, en el dorado recinto del Colón con lo más granado del incipiente jet-set de la época, los de la Filarmónica eran relajados y en ellos debutaba la mezcla de jeans, zapatos deportivos, música clásica y un entusiasmo desbordado del público: ni uno sólo de los asistentes del Colón, óigase bien, ni uno, se daba la pasada por el León de Greiff la tarde del sábado: doy fe.

 

La Sinfónica dormía sobre los laureles de sus glorias pasadas y la Filarmónica, poco a poco elevaba la categoría de su música, por una afortunada mezcla de mística y una genial inyección de músicos excepcionales  que procedían de países como Rusia, Polonia, Hungría y Bulgaria: algún periódico lo denunció en sus páginas editoriales: la orquesta tocaba sinfonías de Shostakovitch y entre sus filas había músicos comunistas lo cual era un peligro para la democracia.

 

Los únicos que respaldaban la orquesta eran los concejales de la Izquierda, que como fieras defendían su presupuesto ante la administración distrital y garantizaron su supervivencia: de haber existido esos concejales, estoy seguro de que hoy no existiría la orquesta.

 

Entre la mística de los músicos, la inyección de categoría de los músicos extranjeros (Orlín Petrov, Dimitar Manolov, etc.), una excelente elección de directores (Giorgy Notev o Dimitar Manolov, por ejemplo), un director ejecutivo, Raúl García, que sabía exactamente lo que hacía, un público fidelísimo, la orquesta se convirtió en la primera del país y desbancó a su rival, la Sinfónica de Colombia. Durante todos esos años esta columna fue el único medio que registraba sus conciertos.

 

El establecimiento jamás bajó la guardia, al menor descuido un alcalde indelicado puso la orquesta en la picota pública y ¡por fin! pudieron cobrar la cabeza de Raúl García. No mucho después la Filarmónica celebró los primeros cuarenta años de Jorge Barón en el Colón, poco a poco se insertó en el corazón mismo del establecimiento y no para de hacerle guiños al ahora poderosísimo jet-set criollo,.

 

No me cabe duda de que si el establecimiento no se hubiera atravesado en el camino de Raúl y ese proceso de la Filarmónica, hoy tendríamos una orquesta de la talla de la Simón Bolívar de Venezuela y una auditorio que garantizara que los estudiantes de la izquierda no sabotearan los conciertos de la Filarmónica comunista…