Más allá de ser un escritor destacado de la Generación del 27, de ser estudiante de música de Manuel de Falla y, por ende, de ser un conocedor de las formas especiales de la belleza y de la beldad que viven en el conocimiento musical; más allá de ser un entendido de las letras universales que, por cierto, no solamente leyó, sino que además interiorizó escenificando a los clásicos españoles con la escuela de teatro que fundó y llamó La Barraca; más allá, en fin, de ser el escritor que indagó en lo pagano y en lo épico y en lo lírico y en lo barroco y en lo romántico y en lo moderno, y que fundió, con sobresaliente maestría, influencias tan variadas como fecundas y contrarias como pueden ser el gongorismo y el vanguardismo; más allá de ser el mártir homosexual fusilado por el franquismo que conmocionó la escena cultural de su siglo, y de ser, también, el enamorado de la cultura y para esta que aconsejó, en su discurso del 67, lactar a la civilización de libros y no de pan, Federico García Lorca es, en rigor, un monumento literario de Hispanoamérica y de la lengua castellana. Pero, además, una suerte de luz rara y difícil que caló en el imaginario colectivo andaluz, primero, y en el imaginario de las letras hispánicas y de las letras universales, después. Su obra y su vida, así, en ese orden, exceden, entonces, los usuales y tediosos y pretensiosos esquematismos en los que cierta crítica periodística, crítica literaria, crítica sociológica y crítica cultural suelen ubicar a las figuras de genio.
Un camino interpretativo significativo para comprender algún perfil del poeta es a través del estudio de sus productos máximos. Tiene muchos. En esta semblanza escojo solamente dos capítulos de dos de sus libros poéticos mayores, a saber: Romancero gitano (1927) y Poeta en Nueva York (1930). En consecuencia, este acápite es un estudio literario breve acerca de algunos capítulos éticos y estéticos de dos poemas de Federico García Lorca. Específicamente, es un análisis comparativo en torno a la imagen de la muerte en el romance «Muerte de Antoñito el Camborio», de Romancero gitano, y en «La Aurora», de Poeta en Nueva York (1940).
Para tal efecto, divido este análisis en dos momentos, a saber: 1) análisis de forma; 2) análisis de fondo. Empiezo, pues, por la forma. Si bien en ambos poemas abundan diferentes figuras estilísticas (imagen, hipérbole, anáfora, encabalgamiento, aliteración, entre otras) únicamente identificaré dos figuras comunes: la metáfora y la imagen. La metáfora destaca en ambos poemas. En el poema «Antoñito el Camborio», la metáfora se encuentra en el siguiente verso: «En la lucha daba saltos/jabonados de delfín» (Lorca 2-8). La metáfora hace referencia a las batallas de Antoñito contra la muerte. Su intención por sobrevivir a esa imagen mortífera. Esta misma figura se encuentra en los siguientes dos versos del poema «Aurora»: «La aurora llega y nadie la recibe en su boca/ Porque allí no hay mañana ni esperanza posible» (Lorca 3-9, 10). La metáfora muestra el sentimiento que emana de aquello que no logra encontrar vida: la desesperanza. Nótese que ambas metáforas cercan, inexcusablemente, el tema de la muerte.
La otra figura estilística significativa al momento de rastrear la imagen de la muerte en ambos poemas es, justamente, la imagen. En «Antoñito el Camborio», el siguiente verso es revelador de la figura: «Bañó con sangre enemiga/su corbata carmesí» (Lorca 3-3, 4). La imagen identifica un término real (la sangre) con uno figurado (el carmesí de la corbata) partiendo de la relación de semejanza. Lo común es el rojo que, a su vez, advierte la sangre que resulta de la muerte. En «Aurora», la imagen puede verse en estos versos: «buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada» (Lorca, 2-3, 4). Se evoca un sentimiento real (la angustia) con otro figurado (los nardos) que son esas flores balsámicas con las que se hacen los perfumes. Lorca conquista la «imagen figurada» al representar ideas mediante formas sensibles, como los nardos. La muerte, además, implica la angustia.
De otro lado, lo que resulta interesante analizar del contenido es el fondo moral común de los poemas. Tanto «Antoñito Camborio» como «Aurora» están circundados por fuerzas morales. Rehúyen, ambos poemas, del «arte por el arte» que con tanto esmero y sofisticación quisieron proponer el esteticismo decimonónico de Oscar Wilde y el movimiento Nouveau roman. Lorca se distancia del formalismo artístico: «(…) tengo que decir que este concepto del arte por el arte es una cosa cruel sino fuera, afortunadamente, cursi. Ningún hombre verdadero cree ya en esta zarandaja del arte puro, arte por el arte mismo» (Lorca 735). Y este punto es crucial en la obra lorquiana, pues para esta el arte no es mero ornato o pose artística, sino destino salvífico. A propósito, dijo el poeta en una de sus conferencias: «que no tengo ingenio ni talento, pero que logró escaparme por un bisel turbio de este espejo del día, a veces antes que muchos niños» (Lorca 347)
La imagen de la muerte está presente en ambos poemas, pero de maneras diferentes. Mientras en «Antoñito el Camborio» es real, en «Aurora» es figurada, pues Nueva York no muere, así su ontología sea de muerte. Empero, ambos poemas tienen elementos que complejizan la muerte. No es la muerte sin más. Es la muerte en lo bello y para ello.
Antoñito Camborio no es un gitano cualquiera. Es el «gitano verdadero, incapaz del mal» (Lorca 354). Un buen hombre, asesinado por la envidia: «Lo que en otros no envidiaban/ya lo envidiaban en mí» (Lorca 6-27, 28). Envidiado, además, por sus virtudes físicas, por «un cutis amasado/con aceituna y jazmín» (Lorca 7-31, 32). Por su parte, Nueva York no es una ciudad anodina, sino una ciudad deseada por muchos. Poeta en Nueva York, del que hace parte «Aurora», acusa a Nueva York como un «espacio de crisis moral (…) y la dolorosa soledad de los hombres y sus máquinas» (5). Esa vida moral muerta es incapaz de abrazar la luz: «La aurora llega y nadie la recibe en su boca» (Lorca 3-9).
Nótese que el rol salvífico que tiene la estética en la obra de Federico García Lorca es definitivo. Una estética que hace la muerte consciente y, quizá por eso, además de por otras cosas, hila argumentos éticos trágicos. Al final, el poeta vuelve a los paisajes de su infancia sembrados de la esperanza, de la esperanza verde, de ese verde que te quiero verde que llega y que se va, y que vuelve a llegar y que vuelve a irse entre el amor y las brisas y las arenas.
*Director editorial de la Revista Colombiana de Estudios Hispánicos. Este artículo es una versión abreviada del original.