Lluvia constante: hay que verla porque es buen teatro | El Nuevo Siglo
RAFAEL RUBIO y Tiberio Cruz en una escena de Lluvia constante
Foto cortesía Mavila Trujillo
Jueves, 10 de Marzo de 2022
Emilio Sanmiguel

El teatro, el buen teatro, es mutante. Evoluciona y mantiene su esencia. Porque el teatro es un acto trascendental de íntima y trascendental comunicación entre el escenario y el público. Ambos evolucionan en el tiempo. El Macbeth que vieron los londinenses en 1606 es, y no es, el mismo de hoy en día. En eso consiste el buen teatro, en su capacidad de desafiar el tiempo y mantenerse vigente. De lo contrario es sólo fugaz entretenimiento.

Lluvia constante, la pieza teatral del norteamericano Keith Huff, subió a escena por primera vez en Nueva York en 2006; en Chicago al año siguiente fue producida profesionalmente. Tres años más tarde el Schoenfeld Theatre de Broadway la consagró gracias a la actuación de Hugh Hackman y Daniel Craig, con un éxito tan contundente que se instaló en la cresta de la ola de los espectáculos neoyorquinos, por encima de los musicales que, ya se sabe, suelen ser los encargados de los records de taquilla.

Desde ese momento, Lluvia constante ha sido presentada, siempre con el mayor éxito, en el mundo entero, por la vigencia del mensaje que entraña: la lealtad, el poder, la amistad, la responsabilidad, la capacidad de enfrentar la realidad. Eso no cambia, es innato a los seres humanos y de eso es que se trata.

Tras el éxito, antes del inicio de la pandemia, con la puesta en escena de Bent de Martin Sherman en diciembre de 2019, la dirección del Auditorio Sonia Fajardo, en cabeza de Juan Sebastián Aragón, resolvió apostarle a la obra de Huff y de nuevo llamó a Juan Fischer dirigirla.

Fischer, al igual que en 2019, recurrió a Tiberio Cruz para el personaje de Dani. Para Rolo, el coprotagonista, convocó a Rafael Rubio. Acertó. Sin la menor duda.

Acertó por varias razones.

Acertó porque la nuez misma del argumento, las actuaciones de la policía ante la realidad, parece ser un tema cortado sobre-medidas para la realidad de este país. Acertó porque sin caer en lugares comunes se atrevió a contextualizarla a la realidad de esta ciudad. También porque la exasperante atmósfera de lluvia constante de este invierno eterno de Bogotá, al interior del auditorio, fue más allá de lo metafórico.

También porque encargó de las caracterizaciones a dos señores actores. Al principio uno puede caer en la peligrosísima trampa de creer que la actuación de Cruz alcanza a opacar a Rubio. Pero no es así. A medida que la obra evoluciona se entienden las reglas del juego. No se trata de actuación, sino de personajes.

El Dani de Cruz es avasallador, imponente, mal hablado, desagradable y extrovertido, parece llenar la escena a expensas de su leal compañero y se su ser intimidante.

Rolo en realidad es su sosia. Eso Fischer lo entiende bien y Rubio sabe interpretarlo, aunque el parecido empieza y termina en las circunstancias del trabajo policial. Lo de Rubio es una evolución dramatúrgica íntima que, a lo largo de casi dos horas de actuación, poco a poco, también se adueña de la escena.

Ahora bien: Fischer no desperdicia el espacio del auditorio y lanza los actores al borde de la escena, lo más cerca posible del público. Podría alejarlos, no hay mucho espacio, pero lo hay. Sin embargo, intuye que así involucra a los espectadores en la tragedia y lo logra.

Porque el teatro no se trata sólo de entretener. Sino de esa simbiosis entre el auditorio y la escena; que unas veces es sólo conceptual y, otras, cuando el personaje está tan cerca del espectador, no hay salida, toca tomar partido porque el muro invisible entre escena y auditorio ha desaparecido.

También de eso se trata el arte: de tomar partido, de asumir responsabilidades. No sólo contemplar el escenario.