Me enamoré en el Teatro La Barraca | El Nuevo Siglo
Sábado, 14 de Noviembre de 2015

Por Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

CREO QUE no hay duda en el sentido de que el teatro es, de todas las manifestaciones de la Cultura –Cultura con mayúsculas- la de más hondo arraigo en la vida artística de Bogotá. Me gustaría que fuera la música… pero no es así.

Imposible intentar entender la década del 60 y 70 sin la aparición de colectivos como el Teatro Popular de Bogotá, el Grupo de la Candelaria y el Teatro Libre que pusieron en evidencia el compromiso político de los artistas con los procesos sociales de la época y con resultados dramatúrgicos que cimbrearon las provinciana vida teatral de la Bogotá de entonces.

La década del ochenta trajo la visión, válida desde luego, de añadir la posibilidad de acceder a un teatro comercial de menores complicaciones intelectuales y evidentemente entretenido. Fanny Mickey fue la líder de ese proceso con el Café-Concierto y con la Fundación del Teatro Nacional, cuya programación alternaba obras ligerísimas, como Taxi con otras del repertorio clásico, como La celestina. María Cecilia Botero en esa misma época abordó la aventura de la realización de musicales, también con bastante éxito… aunque casi termina pidiendo limosna.

La del noventa fue ya otra cosa. Producto de un país que entró en la globalización, apareció y se consolidó el Festival Iberoamericano de Teatro que puso a Bogotá cada dos años, en contacto con lo que ocurre en un mundo marcado por las comunicaciones.

El siglo XXI es diferente, porque las artes, todas, absolutamente todas, están ya incrustadas en la vida cotidiana., Ser músico, pintor o escritor va de la mano con quienes practican nuevas manifestaciones, como el performance o, en el caso del teatro, abordan nuevas maneras de entenderlo, o nuevas temáticas que, en el pasado, habrían sido inimaginables y las Artes forman hoy en día parte de la vida académica.

Alejandra Borrero, la actriz, fundó un nuevo teatro que se llama Casa Ensamble, donde se programa un teatro, no comercial, que enfrenta temáticas muy diferentes a las que son el pan de todos los días, por ejemplo, en el Teatro nacional.

Y Missi llevó el Musical a dimensiones insospechadas en el pasado.

También trajo el siglo XXI nuevos pioneros que enfrentan retos y temas que, digámoslo sin rodeos, no son de recibo en un medio que conserva muchísimos atavismos de un cierto puritanismo que, hasta cierto punto es entendible y hasta necesario. Es el caso del Teatro la Barraca, que está sobre el costado oriental de la carrera 17, llegando a la calle 53, en una casa que puede pasar inadvertida, al lado de una gasolinera; de la edificación apenas se conserva el cascarón, una cortina divide el interior en dos espacios, el que está sobre el acceso es una mezcla de vestíbulo y cafetería, el del fondo es el auditorio con un aforo que no llega al centenar de espectadores.

 

Los de La Barraca son, como Borrero, valientes y medio locos. Tienen la suerte de que lo que hacen recibe un cierto apoyo de la Secretaría de Cultura del Distrito y también del Ministerio de Cultura. Con esos apoyos, algo de publicidad, seguramente con las eventuales ganancias de su cafetería y la venta de las localidades han conseguido sobrevivir, y, sintonizados con el nuevo milenio, se le miden a temáticas audaces y provocadoras.

 

Todo este preludio, que por poco se remonta a las compañías itinerantes de teatro que visitaban Bogotá antes de la revolución de los sesenta, para registrar que en La barraca terminó la temporada con Me enamoré, la obra de Daniel Galeano que, no nos digamos mentiras, un par de ajustes al texto y a la dramaturgia, y la pieza está lista para ser presentada, dignamente en cualquier sala de la ciudad.

 

Si una manera de entender el teatro como arte es la conjunción atinada de un tema que le llegue al alma al espectador, una correcta manera de hacerlo y la buena práctica de la actuación, eso se consiguió con Me enamoré.

 

Porque cuenta con la impecable actuación de Wilderman García, un joven actor que se le mide a un tema descarnado y hasta escabroso, que demanda del intérprete justamente eso, actuar, meterse en la piel de un personaje que está a años luz de su esencia.

 

Enfrentado a García, paradójicamente un veterano que, en esto de la actuación teatral eso un debutante. Veterano porque lleva toda una vida bajo los reflectores porque no se ha bajado de las tablas desde su adolescencia, Carlos Giraldo, para los televidentes “el mono de Sweet”; para quienes andamos en estas lides desde hace décadas “el bailarín”, que trabajaba en la academia de la ya desaparecida Priscilla Welton y formaba parte de los elencos de los musicales de María Cecilia Botero. Giraldo no ha cesado en la búsqueda de un lugar en el medio. Tras, colgar las zapatillas se dedicó al estudio del canto y la actuación; hasta logró convertirse en una figura familiar para los televidentes en el rol de presentador de Sweet, un magazine de noticias de farándula, no hizo otra cosa que actuar.

 

Me enamorées su salida del clóset como actor, ha demostrado dominio en el manejo de un texto que es extenso y nada sencillo, también control de la vocalización, de la dicción y una gama importante de matices, vocales y actorales. De paso buen cantante, porque la obra así se lo exige a los personajes.

En La Barraca trabajan con las uñas y están construyendo su nicho en el espectro teatral de la diversidad.