Nuestros hijos, en nuestra cultura neurótica | El Nuevo Siglo
Foto cortesía.
Domingo, 7 de Octubre de 2018
Jorge Majfud (*)

NUESTRO mundo neurótico es especialmente neurótico con los niños. Está organizado para evitarles todo tipo de sufrimiento, como si viviesen en Disney World, con la ausencia total de las necesidades básicas de otros tiempos y de otras sociedades periféricas, rodeados de cosas (que compramos para suplir nuestros sentimientos de culpa) mientras los torturamos y les impedimos tener una existencia propia, como si la niñez, primero, y el resto de la vida, después, fuesen una carrera interminable hacia el éxito económico, académico o social.

Desde que nacen, los especialistas de todo tipo comienzan a medir su naturaleza. Peso corporal, diámetro cerebral. A los pocos años, el especialista está contando cuántas palabras pueden aprender y producir, y las compara con las estadísticas. Como todos los individuos son diferentes, ninguno se adecúa exactamente al modelo. Para no herir sensibilidades, casi todos son calificados como “normales dentro del rango” de la felicidad. Pero si alguno sale un poco por fuera (es decir, todos), se lo empuja como ganado al tubo de tratamiento. Inmediatamente empiezan las ansiedades y el estrés por cualquier diferencia que, generalmente, debe ser tratada con un especialista para que: (1) si es un genio, no se le arruine el futuro que merece; o (2) si tiene alguna tara, como tenemos todos los que nos consideramos normales, se lo derive a un especialista para que lo ayude a superarla, al tiempo que, en el mismo proceso, el niño va absolviendo el resto de las taras de una cultura exitista y consumista.

Ni el orden socioeconomico ni la cultura que deriva de él y lo promueve, son tratados, porque para eso no hay especialistas diplomados: se tratan los individuos, de la misma forma que la policía y el sistema judicial castigan los elementos expurgados por una sociedad enferma. Son niños y adolescentes generalmente estresados y sufriendo el síndrome de la ansiedad crónica que su propia cultura. Sobre ellos proyectamos todas nuestras expectativas y, sobre todo, todos nuestros miedos. Los miedos propios de una sociedad basada en la competencia y el consumo, es decir, el miedo al fracaso, a no ser exitosos, a no tener cosas, títulos, a ser una basura que todavía no cometió ningún delito.

Nuestra generación, aunque jodida de otras formas, tuvo algunos privilegios existenciales: todas nuestras incapacidades fueron ignoradas. Yo aprendí a leer solo, antes de entrar a la escuela, y todavía tengo problemas para decidir si vacaciones va con c o con s. No había tantos nombres para esas deficiencias que hacen de un individuo un artista, un científico, un carpintero o un deportista Éramos, por lejos, más libres. No conocíamos la adicción a los videojuegos, a las pantallitas, esas fábricas de autistas sociales.

Hacíamos las compras en algún almacén. Íbamos caminando a la escuela, muriéndonos de frío o de calor. En las escuelas, en los automóviles, no existía ni la calefacción ni el aire acondicionado, por lo que no podíamos quejarnos de su falta. Sufríamos más el calor y el frío y menos la tristeza y la frustración. Hoy ya no hay niños jugando en las calles. Por estadísticas, los reclusos pasan más tiempo al aire libre que los niños de hoy.

Ahora, los padres ya no vivimos con nuestros hijos; vivimos para nuestros hijos. Les damos todo y les exigimos todo. La repetida publicidad, los numerosos negocios no dejan de recordarnos que debemos comprar diez seguros, hasta por si se nos escapa una mala palabra en público y alguien nos hace un juicio.

La solución no es individual sino colectiva. ¿Por qué? Porque incluso aquellos padres que criticamos esta cultura neurótica estamos atrapados o tenemos poco margen de movimiento real: si alguien quisiera criar a un niño por fuera de esta locura global, crearía un ser marginal, inadaptado, una futura víctima de una sociedad que lo castigará con todo su variado arsenal de privaciones, de humillaciones propias y de premios ajenos.

Todos los best sellers para niños y jóvenes insisten en la idea de escaparse del sistema, como si fuese una catarsis, un sueño pasajero que, al terminarse, deja la misma sensación de despertar de un sueño agradable a una realidad decepcionante. No es el espíritu crítico lo que se promueve, sino habilidades para aprobar esos exámenes que le enseñan al niño a odiar las matemáticas y la literatura o, en el mejor caso, a creer que la literatura es un examen clerical de datos computacionales.

¿Dónde está el espíritu crítico, la fantasía creadora, el placer de estar vivos? Entonces, uno entiende el desinterés de los jóvenes por la cultura crítica, esa que produce seres humanos, sensibles y pensantes, no consumidores de cantidades, eso otro tan necesario para la economía del uno por ciento que luego, en los promedios, se confunde con la economía de un país y con la felicidad de sus habitantes.

Para que todo eso funcione, los dulces padres deben ser los policías de sus hijos, como sus dulces maestros, cuya estrategia es acosar al niño con una montaña de deberes y actividades para que no piense, para que desarrolle solo aquellas habilidades que lo harán una persona exitosa en un futuro super-controlado y pre-determinado.

Un mundo que no estará controlado por ellos, sino por unos pocos que se encargarán del resto. Eso en el mejor de los casos, si no hay un quiebre abrupto.