“Tempo” filarmónico de Novena | El Nuevo Siglo
LA FILARMÓNICA de Bogotá en la Novena de Mahler. A la derecha, el director sueco Joachim Gustafsson y el oboísta Orlin Petrov. /Cortesía Orquesta Filarmónica – Kike Barona
Lunes, 11 de Diciembre de 2023
Emilio Sanmiguel

A las 3:00 pm la cola en la taquilla llegaba casi hasta el portal de la universidad sobre la Avenida Quito; la de la puerta del auditorio le daba la vuelta al edificio.

El motivo no era otro que el regreso, después de cuatro años por la remodelación del auditorio, de la Filarmónica de Bogotá a su eterna sede provisional: el León de Greiff.

Necesario aclarar que el evento de la Reconciliación, con participación de la Filarmónica, fue un concierto de la universidad, no de la orquesta.

Quedó claro este 2 de diciembre que existe una historia de amor entre la Filarmónica y un público, cuya lealtad quedó demostrada en el aforo completo, con lleno hasta la bandera. La capacidad no fue suficiente para albergar todos esos melómanos que no lograron la tarde de sábado acceder al icónico edificio del campus universitario.

La Orquesta se la jugó. Porque no hubo detrás de ese fenómeno de multitudes una campaña de publicidad, ni los centenares de tamales de los políticos para llenar plazas como tampoco las inversiones obscenas de otras organizaciones culturales para divulgar sus actividades.

Simplemente confiaron en la lealtad de una afición construida a lo largo de más de medio siglo de trabajo. El público respondió. A las 4:00 de la tarde se cerraron las puertas para darle vida al regreso a casa de la orquesta.

En vano se esperó la llegada de la alcaldesa Claudia López o de su sucesor Carlos Galán al recinto. Brillaron por su ausencia. Perdieron la oportunidad de comprobar, de primera mano, lo que la Filarmónica significa para Bogotá y tomar conciencia, el nuevo mandatario capitalino de comprobar el peligro implícito de mantener la dirección de la orquesta subordinado a los vaivenes de la politiquería, asunto, por lo menos, dañino y pernicioso.

Homenaje a Don Jorge y a la Orquesta

Resolvió la Orquesta hacer de su regreso ocasión para rendir homenaje, más que merecido, a don Jorge Arias de Greiff. De los melómanos de Colombia, uno, sino el más, profundo y experto.

Presente en la sala, con sus más de cien años, sobrino de Otto, el crítico y del poeta León, cuyo nombre inmortaliza el auditorio. Su presencia recibida con una salva de aplausos, que en sí entrañaba, de alguna manera, el amor por la música de los De Greiff.

De sobra registrar que el aplauso para la Orquesta no fue menos atronador una vez los músicos hicieron su ingreso al escenario que, a los encargados de la remodelación les quedó mal iluminado: más luminoso el auditorio que el escenario, asunto evidente en la presencia de luces puntuales en los atriles de la orquesta.

Reconocimiento a Petrov

Luego de los inevitables y quizá innecesarios discursos, que retrasaron el inicio del concierto, apareció el titular filarmónico, el sueco Joachim Gustafsson, por cierto, amenazado de muerte por algún melómano radical, inspirado por los “malos tempos” que corren para la cultura, seguido por el oboísta búlgaro Orlin Petrov, llegado a Colombia en 1984 para ocupar el primer atril de su instrumento en la Filarmónica y hacer escuela de buen hacer musical: ovacionados los dos.

Con el Concierto para oboe en do mayor de Franz Joseph Haydn, de dudosa autoría. Aunque Hoboken lo incluyó en su catálogo, podría ser de su hermano Michael. De Franz Joseph, de Michael, o de quien sea, es una obra preciosa. Con ella Petrov se despidió del público y de la orquesta.

Como ocurrió a lo largo de 39 años, él hizo lo que sabe hacer: tocar con autoridad, con estilo, con rigor, con musicalidad y con la innegociable elegancia que demanda el clasicismo; admirable su seguridad para resolver los pasajes de bravura y el refinamiento al escalar a los agudos y sobreagudos.

Una vez más, salva de aplausos.

Novena de Mahler

Enseguida la obra de fondo de la tarde: la Sinfonía nº 9 de Gustav Mahler, uno de los compositores más íntimamente ligados a la historia filarmónica.

Curiosamente, al inicio del primer movimiento, Andante comodo, Gustafsson no recreó esa atmósfera misteriosa donde la música parece surgir imperceptiblemente de la nada para dejar en el aire que Mahler propone el espacio y el silencio como instrumento de expresión: el sonido llenó el espacio con demasiada velocidad. Salvo ese desliz, porque lo fue, la obra se fue desarrollando de manera modélica.

El director sueco está en posesión del conocimiento profundo de la partitura; en su acercamiento a Mahler demostró que se necesita algo más que el dominio de la nota impresa para resolver, por ejemplo, esos pasajes impregnados de Länder y valses, aparentemente toscos y hasta grotescos -muy en la estética atávica del compositor- sin permitirse, ni por un segundo, lindar en lo caricaturesco o lo banal.

La orquesta siguió con rigor y disciplina las ideas del compositor y, si bien es cierto, a la altura del último movimiento hubo algunas deserciones de asistentes, estas deberían atribuirse a que el inicio de la extensa Novena ocurrió casi al filo de las cinco de la tarde del poeta.

Lo cierto es que, para el final del cuarto movimiento, Adagio, Sehr langsam und noch zurückhaltend, Muy lento y con retención, la música, ahí sí, se esfumó inevitablemente en el espacio del auditorio, para darle sentido a la retórica del compositor.

El silencio sepulcral del último aliento sinfónico fue roto segundos más tarde por una ovación de esas que quedan grabadas en el cielo raso del León por mucho tiempo.

CAUDA.

Ni siquiera un intento de aplauso entre movimientos. Ni en Haydn y muchísimo menos en Mahler. Musicalmente hablando, el del León de Greiff debe ser el público, culturalmente hablando, mejor preparado de Bogotá.