Tal como lo habían advertido muchas organizaciones nacionales e internacionales tras la aprobación, el viernes pasado, de una controvertida reforma constitucional que otorgó prácticamente poderes absolutistas a la pareja que encabeza el régimen dictatorial nicaragüense, Daniel Ortega y Rosario Murillo, la represión contra todos los focos de oposición se redobló de inmediato.
Durante el fin de semana se dispararon las denuncias sobre una ola de detenciones arbitrarias perpetrada por los cuerpos de seguridad del gobierno autoritario en distintas regiones del país. Periodistas, así como dirigentes políticos y sociales, fueron las principales víctimas.
Entre los comunicadores que fueron capturados de forma ilegal, según lo alertaron organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos y la libertad de prensa, está el periodista Leo Cárcamo, quien trabaja en el estado de León, que junto al de Masaya fueron los más afectados por esta nueva ofensiva en Nicaragua contra toda persona u organización que sea considerada enemiga o crítica de la satrapía de origen sandinista.
Otros activistas y académicos, así como personas con alguna relevancia en las regiones, también fueron detenidos en sorpresivas redadas policiales, sin que se supiera a ciencia cierta los cargos imputados ni los sitios de reclusión. De hecho, varias oenegés denunciaron que se trató de una ola de “desapariciones” y “secuestros”.
La citada reforma no solo anuló la independencia de poderes, ya de por sí inexistente debido a que Ortega y su esposa –a la vez vicepresidenta– tienen cooptadas todas las instancias estatales, sino que le dio a esta última facultades similares a las presidenciales.
Visto todo lo anterior, la comunidad internacional debe abandonar su activa pasiva ante una dictadura que, inmune a condenas y sanciones, sigue profundizándose y sometiendo a la atribulada población a más violaciones sistemáticas de los derechos humanos y un régimen de terror permanente.