Teresa Gómez, pianista que renace | El Nuevo Siglo
Miércoles, 9 de Septiembre de 2015

Por Emilio Sanmiguel

Especial para EL NUEVO SIGLO

Una edición editorialmente preciosa celebra los cinco años de la inauguración del Teatro Mayor. Diría, del milagro del Teatro Mayor. Y hablo de milagro, precisamente por lo ocurrido allí la noche del pasado viernes.

Como siempre, Mejor ir por partes.

En primer lugar, el Mayor se instaló a la cabeza de las salas de Bogotá. A Ramiro Osorio le entregaron un teatro que, como todos los del país, tiene carencias en su arquitectura y problemas, teóricamente insalvables, como que hay que invertir más de una hora para llegar hasta el edificio y, claro, lo mismo para el regreso.

Pero eso no ha sido problema para él y su equipo de colaboradores, desde luego. Porque el público, si el espectáculo lo justifica, llega a donde sea.

La verdad es que una cartelera, como la que ha ofrecido el Mayor, no tenía antecedentes en el país. Siempre se añora que después de la guerra, la segunda, por razones obvias, las grandes figuras miraron a Suramérica y, algunas de ellas hasta se presentaron en Bogotá. Pero, no nos digamos mentiras, eso no se puede comparar con lo que ha ocurrido en el nuevo auditorio del norte bogotano. Porque hasta la Netrebko, Lang-Lang y la imposible Jessye Norman se han presentado allí. Otra cosa, muy distinta, es si a los críticos nos parece que hayan estado a la altura de las circunstancias.

Lo cierto es que con algunos de los espectáculos presentados, se ha hecho historia: todas y cada una de las presentaciones de la Orquesta Simón Bolívar, con la dirección de Gustavo Dudamel, por ejemplo.

También muchos de los más reconocidos músicos nacionales han pisado las tablas del teatro del extremo norte; desde Valeriano y Blanca Uribe, que son los favoritos de las élites, hasta Juanita Lascarro, que es, como decía Victoria de los Ángeles, para minorías, porque es  extremadamente exquisita.

Debut de “la pianista negra” en el Mayor

Faltaba Teresa Gómez. Que de los músicos colombianos es la guerrera. La que cada cierto tiempo emerge de sus propias cenizas. La que renació de las cenizas de sus orígenes, de las de su raza, de los atropellos de los calabozos de los temibles tiempos del Estatuto de Seguridad del presidente Turbay, y sobre todo, la que tiene que renacer todos los días de la realidad de ser una pianista negra en una sociedad racista, así el Establecimiento musical lo niegue. Pero también la que vive esa experiencia gracias a la música. Pésele a quien le pese: ¡Qué más quiere esa negra! dijo airada hace casi veinte años un miembro de la junta de programación de una de nuestras instituciones musicales.

 

Nunca ha sido, ni será, la pianista de la élite. Así algunos miembros del jet-set criollo encuentren encantador y meritorio que una negra toque el piano.

 

Pues bien. Debutó Teresa en el Mayor. Coincidiendo con los cinco años de la inauguración de la sala y, como era de esperarse, con la Filarmónica de Bogotá, que de las instituciones sinfónicas de Bogotá, es la que tiene el talante para ello.

 

Lo hizo con el Concierto para piano y orquesta del italiano Carlos Jachino, de 1957. Demostró que sigue siendo la pianista de siempre y gran favorita del público; del de verdad, porque ni un solo delegado del jet-set criollo estaba en la sala –estaba, sí- el presidente Betancur, que de los políticos colombianos ha sido quien, en su momento, le tendió la mano- estaban los melómanos, los que la admiran y los que siguen a la Filarmónica, vaya a donde vaya.

 

En el Jachino Teresa exhibió las agallas de la intérprete vigorosa, de sonido telúrico y medido control para el primer movimiento, cuya cadenza puede dejar sin aliento al más avezado intérprete. Fue delicada en las atmósferas de armonías sugestivas del segundo y muy lírica y flexible en el movimiento final.

 

No fue en vano el aplauso tan cariñoso con el que el público la recibió cuando apareció en escena. También la orquesta tuvo una actuación brillante, las frases de gran aliento del movimiento final fueron francamente gloriosas. Buen trabajo del director Leonardo Marulanda, y de los músicos, desde luego.

 

La noche tuvo duende. Porque el programa abrió con Goé Pararí: canto después de la muerte, del año 1982, de Jesús Pinzón Urrea. El lenguaje musical de Pinzón, gana con el tiempo y el auditorio de la noche del viernes estaba en condiciones de disfrutar, óigase bien, de disfrutar una obra cuya orquestación es todo un alarde de imaginación tímbrica que rinde homenaje a culturas ancestrales del país. Una vez más, hubo entrega por parte de la orquesta y compromiso del director Marulanda. También calidad en el trabajo del Coro del Conservatorio, que dirige Elsa Gutiérrez: luego de oír esta actuación, ¿No debería ya medírsele a la Pasión de San Lukas de Pendercki?

La segunda parte del programa trajo la Sinfonía nº 1 de Rachmaninov, la que le permitió al compositor, como le ha pasado tantas veces a Teresa: renacer de sus cenizas.