Una 'Congregación' de buen teatro | El Nuevo Siglo
Cortesía
Sábado, 29 de Septiembre de 2018
Emilio Sanmiguel

QUE me perdonen si cometo una injusticia. Pero no me tomo muy en serio, o mejor, nada en serio a quienes se hacen llamar actores pero que, en realidad, no han convalidado sus credenciales en la legítima y única arena de la dramaturgia: el teatro. Y no me refiero solo las reinas de belleza que saltan, olímpicamente, de la pasarela a los sets para protagonizar melodramas en la televisión; es que tampoco me inspiran respeto muchas estrellas de Hollywood, así carguen dos o tres óscares entre pecho y espalda.

De verdad, cómo se va uno a tomar en serio una cosa que se hace llamar industria. Aunque, desde luego, entiendo que los actores tengan que ser pragmáticos y aceptar ser parte del engranaje de la industria, porque hay que vivir con un mínimo de dignidad y a punta de teatro a lo sumo se puede sobrevivir.

Esto para decir que me inspira más respeto una producción, como esta de El Ensayo vista en el Teatro Petra, en días pasados,  que muchas súper producciones del cine comercial que se proyectan a diario. Ya debería uno, por lo menos, sospechar que cosas que proyectan en centros comerciales.

Son verdaderos héroes de la cultura los grupos de buen teatro que trabajan en Bogotá. Uno de ellos es La Congregación; van ya por su décimo aniversario de trabajo que celebran con esta obra, El Ensayo, que firma y dirige su director John Velandia.

Se presentó en la sede del Teatro Petra de Teusaquillo, que hace décadas fundaron Fabio Rubiano y Marcela Valencia. Queda en el corazón de La Magdalena,  a unos pasos del parque homónimo y no muy lejos del Río Arzobispo, eso es Bogotá en su más pura esencia, la calle es tranquila, nada más traspasar el antejardín la atmósfera no puede ser más acogedora, el mobiliario ecléctico tiene en su lograda variedad un efecto escenográfico del más exquisito buen gusto y al fondo una buena, muy buena cafetería.

 

En los altos está el auditorio, una sala austera con bóveda de cañón, de cuyas costillas penden las luces. Para El Ensayo la gradería en uno de los extremos del salón y los acores ya en escena, porque a las 6:00 en punto bajaron las luces y empezó la representación. Un sofá al fondo, dos sillas en los flancos del espacio escénico, al fondo a la izquierda un retrato, a la derecha un sencillo reloj de péndulo, al centro, proyectada, la Virgen de los sicarios. Los actores vistiendo sudaderas idénticas. Sentados, Rafael Zea al centro, César Álvarez a la izquierda, Santiago Alarcón a la derecha. Nada más.

Nada más, porque la obra tiene fuerza y los actores son de primera. Vaya uno a saber cómo -¿o sí?- pero en cuestión de minutos trasladaron la escena a las faldas de Santo Domingo, al nororiente de Medellín, en años más crudos del narcotráfico: tres mujeres, muy mayores, comparten las preocupaciones de su grupo de aeróbicos, más adelante, poco a poco, se desencadena el drama. Ya al final, César Álvarez y Santiago Alarcón abandonan el rol de las ancianas, Onofre y Luzmila, sólo se despojan de sus buzos, quedan en camiseta de esqueleto, ahora son sus hijos, Rafael Zea permanece como Raquelita, la anciana anfitriona, porque su hijo es el del retrato al fondo, a la izquierda: los muchachos se llaman igual: Juan Carlos.

No voy a contar aquí la historia. Pero si es del caso decir que Zea, Álvarez y Alarcón se juegan el pellejo en el escenario. Porque personificar, como si del teatro del siglo XVIII se tratara, personajes femeninos, sin caer ni por un segundo en la caricatura, o peor aún, en lo grotesco y luego, transmutarse César Álvarez y Santiago Alarcón, en los muchachos sicarios del Santo Domingo, eso es actuar, es tener la esencia de sus personajes entre las vísceras, eso es arte.

Ahora bien, la sobriedad de la producción no es sinónimo de pobreza, las luces de Maicol Medina, el virtuosismo de relojería  del manejo del sonido y la atinada dirección de escena de Velandia hacen del espectáculo algo absolutamente profesional. También habría que decir que la obra en sí misma, es verdad, está íntimamente ligada a un momento específico de la historia reciente, pero, está tan bien concebida, que sin duda podrá desafiar el paso del tiempo para evitar su obsolescencia.

Por eso, porque los actores estaban entregándolo todo, era lamentable que la gradería de la sala no estuviera colmada de espectadores. Pero así es la realidad. Mientras algunas instituciones aquí en Bogotá pueden invertir sumas millonarias en la publicidad de sus espectáculos, otros trabajan con las uñas, se las tienen que arreglar como pueden, confiando en la efectividad de las redes sociales, porque si bien les va, tienen qué atenerse a las migajas que llegan a sus instituciones de la maquinaria burocrática del Estado.