Benedicto XVI, el pedagogo | El Nuevo Siglo
Sábado, 31 de Diciembre de 2022

* La fuerza del cristianismo

* Un Papa que se dedicó a enseñar

 

 

Benedicto XVI no fue estrictamente un papa filósofo, ni académico, aunque así parezca por el gran don que desarrolló en la escritura, lo cual le permitió concebir documentos, encíclicas y exhortaciones invaluables. De hecho, con sus escritos fue mucho más allá de cualquier filosofía, interpretando la doctrina cristiana, cuyo fundamento básico e ineludible se soporta en dos pilares que le dan curso a la mística por encima de los demás elementos característicos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a ti mismo.

En ese sentido, el eje esencial del pensamiento del pontífice emérito, fallecido en las últimas horas a los 95 años, fue justamente atacar el materialismo epidémico de la actualidad, como una forma de endiosamiento alienante, y el relativismo de los valores para enfocarse en el rasgo central de la vida de Jesucristo: el amor. Porque ciertamente antes de su advenimiento la humanidad progresaba en medio de una espiritualidad incierta, donde el temor y la superchería dominaban el devenir cotidiano y era difícil encontrar respuestas a la redonda sobre el misterio de la existencia. Asimismo, supercherías que hoy cobran otras formas, aunque de igual manera desdibujan y fracturan la dignidad humana.  

Desde luego, no es despreciable en lo absoluto el conjunto de nociones que han dado cuerpo a la filosofía, y que Benedicto XVI siempre trajo a cuento, y cuyo desarrollo general y paulatino permitió entonces (como todavía lo hace) reflexionar sobre el mundo y el carácter de lo humano. No obstante, sin el sentido primordial del cristianismo que, a diferencia del espectro intelectual de lo filosófico trata esencialmente del amor, no hubiera sido dado a la humanidad vivir de un modo diferente a lo que se practicaba hasta la aparición de Cristo. Y es ahí, justamente, donde Benedicto XVI insiste en el amor como verdadero camino y dispensador de la gracia cristiana para lograr una renovación de la existencia, la única revolución real, con alcances milenarios y soportes impertérritos.

En ello, asimismo, radica la diferencia del cristianismo frente a otras religiones, muchas de la cuales, más que tales, son filosofías, fundamentadas exclusivamente en razonamientos y cuyos pilares, por tanto, no devienen de la fe, ni tampoco del amor. Y es desde este punto de vista que el cristianismo se opone a todo aquello que erosione la dotación del ser humano en su capacidad de amar, es decir, se opone a toda exposición del odio que hoy tiene tantas manifestaciones en los propósitos terrenales de divisionismo político, enfrentamientos raciales, guerras prepotentes, nociones tergiversadas de la justicia, irrupción de tanto falso profeta, engolosinamiento con el poder, endiosamiento de la tecnología, desprecio por el recorrido de la humanidad, distorsión de la persona en sus elementos intrínsecos y predominio de los dueños repentinos y efímeros de la verdad revelada.

Benedicto XVI fue, a no dudarlo, un Papa extraordinario. De suyo, su importancia no solo radica en haber sido Pontífice (que nunca lo quiso), sino en haber enseñado que el cristianismo, además de una vivencia en el ejemplo de Cristo, también es un cuerpo orgánico sobre el cual se puede (y debe) reflexionar como de la misma manera se hace en tantos aspectos determinantes de la vida. Ciertamente, si cotidianamente se está reflexionando sobre tantas cosas, sea del trabajo, de una empresa, de una iniciativa, de una relación, no es comprensible por qué en un aspecto tan decisivo como la espiritualidad no se procede de igual modo. Como Benedicto solía decir: “La razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana”.

Tampoco quiso Benedicto XVI ser obispo o cardenal. Jamás tuvo ambición alguna en ocupar jerarquías. Su dedicación siempre estuvo enfocada hacia otros menesteres, como se dijo, a aquellos que se dirigían a la introspección, al entendimiento, a llegar al fondo de las cosas, a comprender la manifestación de Dios en la tierra y compartirla. Como tal, abruma su infinita capacidad para explicar fenómenos aparentemente abstrusos en un lenguaje comprensible para todos. Y por eso siempre quiso más bien ser un asesor, en vez de los cargos que hubo de ocupar dentro de la jerarquía católica. Incluso, el de obispo de Roma, al que renunció, no solo porque ya de 85 años dejó de contar con las fuerzas para desempeñar semejante dignidad, sino porque su naturaleza no estaba dada para ser un administrador, ni tampoco enfrentar las teorías conspirativas tan en boga, ni las graves falencias que aquejaban y aquejan a cierta parte del clero.

Bajo esa perspectiva, Benedicto XVI será recordado como el Papa que dimitió. Pero mucho más que por ello debería recordarse como el sacerdote que dedicó sus enseñanzas a ser cristiano. Ahí quedan para la posteridad tantos textos impecables, como un aporte inestimable y estimulante para quien quiera hacer de la doctrina cristiana una manera de ser y de vivir.