* Tragedia que es urgente neutralizar
* Un programa ambicioso y estructural
Si bien es cierto que Colombia es una potencia en la producción de alimentos, lamentablemente una parte de su población pasa hambre. De hecho, en mayo pasado impactó a todo el país el informe del DANE según el cual el Índice de Inseguridad Alimentaria Moderada o Grave cerró el 2023 con un porcentaje de 26,1%, disminuyendo frente al 28,1% de 2022. Esto significa que no menos de 14 millones de compatriotas experimentó algún tipo de limitación en el acceso y consumo de comida. Más complicado aún es que el Índice de Inseguridad Alimentaria Grave afectó a un 4,8% de los hogares, experimentando también una caída de apenas una décima porcentual.
Esas cifras son muy preocupantes, no solo de cara a la posibilidad de que nuestro país pueda cumplir a 2030 con el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) número 2, relativo a “Hambre cero”, sino que pone en duda la eficiencia y los resultados de la gestión del actual gobierno de izquierda, que tiene en el combate a la desnutrición y a la falta de acceso a los alimentos una de sus principales banderas. De hecho, pese a los datos revelados por el DANE en alianza con la agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en los recientes balances oficiales sobre logros en los primeros dos años de mandato, este fue uno de los rubros que más se destacó. Toda una paradoja.
Más allá de esta circunstancia, la cantidad de colombianos que pasa hambre es un tema que genera mucha inquietud, sobre todo en esta década, primero por el impacto de la crisis pandémica en 2020 y 2021, y después por la escalada inflacionaria y la descolgada económica que marcan los últimos dos años y medio.
Lo más complicado es que esa inseguridad alimentaria grave o moderada si bien es mayor en las partes rurales (31,2%), no es sustancialmente baja en las cabeceras urbanas (24,7%). Obviamente departamentos como La Guajira y Chocó encabezan las tablas de mayor afectación −en concordancia directa con los niveles de mayor pobreza−, pero en las principales capitales la crisis también existe.
Por ejemplo, en Bogotá el Índice de Inseguridad Alimentaria Grave es de 4,2%, lo que sorprende y pone de presente que por más que la ciudad genera una cuarta parte del Producto Interno Bruto nacional y es el principal centro poblacional, de negocios, empleo y generación de plusvalía socioeconómica en todo el país, hay una cantidad preocupante de personas y familias que afronta deficiencia en el acceso y consumo de comida.
Precisamente por ello la alcaldía capitalina lanzó esta semana su programa “Bogotá Sin Hambre 2.0” que, según el burgomaestre Carlos Fernando Galán, busca erradicar los índices de insuficiencia alimentaria partiendo de mejorar la oferta y responder a la creciente demanda por comida y demás víveres de los sectores más vulnerables. De hecho, la meta es muy ambiciosa en la medida en que busca reducir a 2027 el citado índice de 4,2% al 2,2%.
Para ello, el programa plantea una serie de medidas multidisciplinarias e integrales que van desde el incremento de transferencias monetarias para población en pobreza extrema, el fortalecimiento de los servicios sociales como los Comedores Comunitarios y el aumento en la oferta de alimentos, hasta la apertura de más espacios de comercialización, el mejoramiento del Plan de Alimentación Escolar (PAE) en los colegios públicos y la implementación de alianzas con el sector privado, comunitario y campesino. Esto demandará una inversión de 4,6 billones de pesos en el cuatrienio, priorizando no solo las familias con mayores necesidades, sino los menores de edad.
Como se ve, es una apuesta muy fuerte tanto desde el punto de vista económico como de andamiaje institucional. Exige niveles de coordinación de múltiples entidades y un seguimiento permanente para garantizar la mejor focalización posible y el alcance de resultados objetivos. No está concentrada en una estrategia meramente asistencial. Por el contrario, abarca instrumentos que permitan a las familias en riesgo poder no solo recibir el apoyo alimenticio, ya sea en especie o por medio de transferencias económicas, sino acceder a condiciones que les permitan salir de la pobreza extrema y progresar.
Lamentablemente, el lanzamiento de este programa bandera del Distrito terminó imbuido en una nueva polémica con el Gobierno nacional. Una vez más queda en evidencia que hay un cortocircuito entre la Casa de Nariño y el Palacio Liévano que no le conviene a nadie y menos aún a los rangos poblacionales que más requieren apoyo estatal, provenga de la administración local o de la nacional. El hambre, así sea una obviedad, no conoce de colores ni posturas políticas. Es una tragedia que avergüenza a todas las autoridades colombianas, de cualquier nivel. La cruzada contra este flagelo no debe tener tregua ni cortapisa alguna.