Crece la anarquía | El Nuevo Siglo
Martes, 15 de Octubre de 2013

Poder descomunal de las cortes

Nueva Edad Media citadina

 

Algo que le hace falta a la política es más fe en Colombia, en lo colombiano, en lo nuestro, en la propia capacidad de reflexión, de estudiar nuestros problemas y de intentar resolverlos. En ese sentido no caben las medias tintas y es preciso hacer un gran esfuerzo por defender la dignidad del hombre y la unidad nacional. La tendencia general de nuestros políticos, casi desde la fundación de la República, ha sido  la de copiar constituciones extranjeras, sin atender la resolución de nuestros problemas. Los copistas consideran que todo lo foráneo es mejor y que se puede aplicar en Colombia a rajatabla, sin atender las condiciones del país. Es así como en la Constitución de 1991, cada constituyente se esforzaba por sacar de la manga un artículo de la Constitución de Alemania o de España, como de otros países como fórmula que produciría los mayores beneficios en el país. Y los más optimistas consideraban que la suma inarticulada de todos esos artículos del exterior, más algunos que sobrevivieron de la Constitución de 1886 nos darían la mayor garantía de sabiduría y de posibilidades de resolver nuestros problemas. En especial en cuanto se refería a alcanzar la paz. Puesto que para convocar a demoler la Constitución de 1886 se invocó la necesidad de consagrar la paz y de fortalecer la justicia, dos propósitos desde todo punto de vista loables.

Y es paradójico, desde que se aprobó dicha Constitución de 1991 no hemos tenido ni un día de paz. No por cuanto la Constitución sea buena o mala, sino en tanto que no se resolvieron numerosos de los problemas que se pretendía por lo menos acotar y se engendraron otros nuevos más graves que los anteriores. Se pensó que multiplicando las cortes y los tribunales, la justicia sería más eficaz, sin percatarnos de que  avanzamos a ciegas al gobierno de los jueces, que no estaba en la mente de los delegatarios, pero en el cual se derivó en la práctica, puesto que al crear una Corte Constitucional, cuando se tiene un sistema presidencialista y un Congreso, en donde para aprobar las leyes se pasa por un método engorroso de procedimientos y dilatado en el tiempo, muy diferente al del Parlamento, donde a diario se aprueban leyes de gran trascendencia que requieren del tamiz de una Corte Constitucional, se les otorgó a los magistrados un poder descomunal, que lo usan para legislar a su antojo. Es así como pueden decidir sobre política petrolera, sobre cualquier tema de fondo y poner a correr al ministro de Hacienda o cualesquier otro funcionario, incluso al Presidente de la República si les parece. Son 9 magistrados, algunos muy valiosos y sapientes,  que nos recuerdan el poder nefasto que tuvieron en la Colonia los miembros de la Real Audiencia; los oidores sostenían continuas diputas cuando ejercían el poder como gobernantes y jueces. Experiencia desastrosa que el Rey modificó para contrarrestar sus abusos y  centralizar el gobierno.

Entre tanto siguen las pugnas en las cortes y en su mismo seno, en ese proceso de anarquía que nos agobia se dan las disputas entre  los entes de control y las diversas instituciones chocan entre sí. Puesto que a la inversa de la Constitución de 1886, prevalece el individualismo racionalista exacerbado y se olvidó la noción conservadora del bien común. Hasta cuando prevaleció la Constitución de 1886, el bien común era el norte del Estado. Los gobernantes, los magistrados y los legisladores de orden entendían que para servir a Colombia inspirarse en  ese factor era  decisivo. Para colmo de males, una idea tan positiva como la de la elección popular de alcaldes que introdujo Álvaro Gómez, antes del 91 para recobrar la democracia municipal, se está deformando por cuenta del partido de los alcaldes, personeros y concejales corruptos que saquean las ciudades. Las maquinarias electorales que surgen al amparo de los alcaldes electivos no tienen signo político y los une la codicia de manejar los más cuantiosos presupuestos a su antojo, para enriquecerse y perpetrarse en el poder, incluso aspirar a la primera magistratura. Por esa vía varias de nuestras ciudades involucionan a una suerte de Edad Media, se convierten en peligroso elemento anárquico y disolvente, algunos  pretenden la autonomía y disputan con el Gobierno central para llenar a sus anchas  las alforjas.