El dinero de las víctimas | El Nuevo Siglo
Lunes, 30 de Enero de 2012

 

* Riesgo de la cultura del despilfarro

* Indemnizaciones e impacto económico

 

 

La aplicación de la Ley de Reparación a Víctimas de la Violencia y de Restitución de Tierras no será nada fácil. Se trata de un proceso muy complejo que tiene muchos enemigos, especialmente aquellos que se adueñaron a sangre y fuego de los predios de centenares de miles de campesinos. Las amenazas y asesinatos de líderes de estos trámites de reclamación de terrenos así como los ‘cartelitos’ de abogados e intermediarios que se están multiplicando para aprovecharse de los ingenuos familiares de personas asesinadas, secuestradas o afectadas por la violencia derivada del conflicto armado, son fiel prueba de las dificultades que enfrentará todo el proceso. A ello debe sumarse lo relativo a los llamados terceros poseedores de buena fe, es decir, aquellas personas o empresas que de forma legal compraron tierras y otros bienes que años atrás habían sido hurtados a sus propietarios originales, sin que en el momento de la respectiva transacción hubiera indicios de la ilicitud en que incurrió el vendedor de turno. También está el dilema que significa para miles de personas el reclamar predios rurales que difícilmente quieren volver a ocupar, puesto que tras su desplazamiento forzado lograron rehacer sus vidas en otras zonas, preferiblemente urbanas, y ahora que hay la oportunidad de recuperar lo que les había sido arrebatado, no quieren abandonar su nuevo rol vital. Ello, obviamente, da pie para que muchos terratenientes y avivatos hagan ofertas muy bajas por los predios recuperados. Se subvierte allí el principio de democratización de la propiedad rural.

Todas esas falencias y alertas tempranas han sido advertidas por las autoridades y se han formulado estrategias para erradicarlas o, por lo menos, disminuir su impacto y evitar que desfiguren la filosofía y objeto del proceso de reparación.

Sin embargo, empieza a surgir un flanco que preocupa en muchas pequeñas poblaciones y sitios rurales o semi-rurales. Se trata del impacto que tendrá en las economías personales y locales la entrega de sumas que, en el caso de los familiares de víctimas de homicidios relacionados con el conflicto armado, pueden acercarse a los veinte millones de pesos. Otras agresiones se indemnizarán con montos menores pero significativos, sobre todo tratándose de personas con un bajo nivel de recursos.

Es urgente que desde el mismo Estado se generen estrategias que permitan que las sumas que sean entregadas a las víctimas de hechos de violencia no terminen despilfarradas o invertidas en negocios sin mayor rentabilidad. Ya las autoridades tienen miles de ejemplos de estas falencias con los dineros girados a desplazados y desmovilizados, que muchas veces son malgastados en asuntos menores e intrascendentes, sin cumplir con el objetivo de permitir a su destinatario reiniciar una nueva vida, consolidar una fuente de ingresos medianamente sólida y, sobre todo, evitar que la persistencia de las necesidades básicas insatisfechas lo lleve a reincidir en el delito o, como ha ocurrido, volverse una especie de ‘desplazados o damnificados de profesión’, tratando de colarse en cuanto censo de afectados se realiza tras una tragedia o hecho de violencia grave. Con los subsidios estatales sucede algo parecido pues miles de beneficiarios los despilfarran y gastan en asuntos que van desde licor hasta fiestas, viajes y otros temas de poca importancia, sin vislumbrar una opción de progreso y generando, por el contrario, una cultura de típico asistencialismo estatal.

Es obvio que cada persona es libre de manejar su dinero como quiera y que la capacidad del Estado para condicionar su desembolso o destino final es muy reducida. Sin embargo, cuando se habla de indemnizaciones anuales que superan el billón de pesos, es claro que la entrada a la economía real de ese dinero tiene un impacto que no se puede minimizar ni subestimar en materia inflacionaria y de tasa de consumo. Convendría, entonces, que desde el alto Gobierno se generaran campañas que le permitan a las víctimas de la violencia que serán indemnizadas tener acceso a programas de apoyo y asesoría en el manejo de esos recursos, planes de inversión o, por lo menos, de bancarización de los dineros, para evitar que se conviertan en lo que comúnmente se llama “plata de bolsillo”.