El principio de la buena fe | El Nuevo Siglo
Viernes, 13 de Enero de 2012

 

* Muralla tramitológica del Estado

* Los decretos del presidente Santos


Escondido en lo que llaman la tramitología palpita un hálito de reserva del Estado para con el ciudadano. Así, de alguna manera se amuralla como para defenderse de quien, por el contrario, es su servidor. Esa personalidad del Estado colombiano es la que, precisamente, lleva a edificar licencias y permisos por doquier, por cuanto de antemano presume que el ciudadano actúa de mala fe. Todo ello es lo que debe derribarse de inmediato y lo que en buena proporción logra el decreto emitido por el presidente Juan Manuel Santos, que no dejamos de catalogar de revolución en cuanto al cambio en los procedimientos.

Falta, sin embargo, la modificación en las conductas. Es decir, justamente, el sentido de que el Estado está establecido para colaborar con el ciudadano y no, por el contrario, desestimarlo y arrinconarlo. Todo ello nace a su vez en la necesidad de capacitar y mejorar la burocracia, precisamente bajo la consigna de que su jefe es el habitante de la calle y no ningún jefe político, ministro o dependiente estatal. Es obvio que deben guardarse las jerarquías, pero lo es por igual que el gestor real del Estado es el ciudadano común y corriente, no para evadirlo, sino para que él preste los servicios normales a la vida en sociedad.

No suele repararse en el espíritu constitucional al respecto. Pero desde 1991 la Constituyente quiso dar un viraje sustancial en la materia, no desarrollado del todo. En todo caso, de acuerdo con lo establecido allí, las actuaciones de los particulares y las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas. Esta noción, prácticamente textual, sostiene simplemente que la buena fe debe ser el eje gravitante de toda relación entre los asociados y en particular entre éstos y el Estado. Al presumirlo así y elevarlo a rango constitucional, ello ha debido, de inmediato, generar un nuevo teatro en esas relaciones, donde evidentemente los trámites y rémoras eran el obstáculo a desbrozar. No siempre ha sido así y por eso, después de una ingente labor de estudio de seis meses, es positivo que el Gobierno se haya dado a la tarea de quitar las murallas.

Es más, la misma Constitución sostiene por igual, textualmente, que cuando un derecho o una actividad hayan sido reglamentados de manera general, las autoridades públicas no podrán establecer ni exigir permisos, licencias o requisitos adicionales para su ejercicio. Este, nada más ni nada menos, es un concepto que debería ponerse en todo vigor, pero que en la gran mayoría de los casos no suele ser talanquera para que las autoridades impongan vertiginosamente trámites de la más variada índole. Y eso que el concepto antecedente está establecido en el capítulo correspondiente a la aplicación y protección de los derechos generales.

Está bien la emisión del decreto por medio del cual se desafectaron los ciudadanos de al menos 1.000 trámites, la mayoría de ellos engorrosos y muchos interpuestos como bueyes cansados en medio de la vía administrativa expedita. La situación, como se dijo, es una revolución a favor del ciudadano, máxime en los tiempos modernos, en los que prepondera la actividad informática y electrónica como elemento esencial. Pero aún más que las derogatorias, que por lo demás impiden coimas y calanchines, dándole prestancia al Estado como entidad servidora que es, se requiere profundizar en ese concepto constitucional de que se presume y debe primar la buena fe en todas las actividades entre los particulares y las agencias gubernativas. Ese criterio de la buena fe ha sido constante en la cultura anglosajona, pero no ha sido herencia de la cultura hispánica o de la dicha malicia indígena, por lo cual ella, la buena fe, debe ser escriturada y notariada al nivel de fe pública. El día en que este criterio se irrigue por todas las arterias del Estado y, a su vez, sea asimilado en toda su excelencia por la ciudadanía, se habrá perfeccionado la verdadera revolución.