* Lo dispuesto en 1991
* El país está lejos de pensar en eso
La palabra Constituyente en Colombia suele suscitar una reacción política inmediata por lo que significó en 1991. Y por eso se utiliza con el fin de remover los espíritus y llamar la atención. Es por tanto un término que se aduce con facilidad para revolver el avispero. Antes fue así porque desde el Plebiscito de 1957 se prohibió cualquier formulismo al respecto. Con esa reforma a la Constitución de 1886, en la que se prohibió recurrir directamente al pueblo en cualquiera de las facetas jurídicas, sólo quedó el Congreso, durante casi 40 años, para hacer las reformas. El Congreso, ciertamente, las hizo, pero en múltiples ocasiones ellas fueron desestimadas por la Corte Suprema de Justicia, generando un bloqueo político fruto de la cooptación. Entonces no había Corte Constitucional, sino una Sala especializada en el máximo tribunal judicial.
Hoy las cosas son a otro precio. La Asamblea Constituyente, desarrollada claramente en cláusulas constitucionales, no es el monstruo de otros tiempos, ni tiene el sentido fundacional, ni la omnipresencia y omnipotencia de la de 1991, porque ella fue un instrumento totalmente nuevo que no se compadece en absoluto con el que ahora está autorizado en el último capítulo de la Carta Magna.
En efecto, hoy puede haber Asambleas Constituyentes bajo un reglamento claro y perentorio. En primer lugar, es al Congreso al que corresponde convocarla. En la ley de convocatoria, con mayorías calificadas, se debe incluir el temario, el período y su composición, de manera que hay normas rigurosas sobre la materia, a diferencia de la situación de 1991, donde ello se hizo a partir de decretos de Estado de Sitio. De este modo, corresponde a los parlamentarios determinar los acápites puntuales, en los que se desprende de la iniciativa parlamentaria y la traspasa al órgano externo, determinando el tiempo y el número de curules. No es, pues, ese organismo que algunos pudieran asimilar con la Revolución Francesa y que tuvo facultades omnímodas hasta la decapitación del rey Luis XVI, cuando se transformó en Convención. Tampoco, como se dijo, tiene características seminales, como la de 1991, cuando se derogó la Constitución de 1886 en su último artículo.
Como si fuera poco, además, hoy una Constituyente sólo puede prosperar, una vez tramitada la ley en el Congreso, si al menos así lo aprueba una tercera parte del censo electoral, en la actualidad alrededor de 10 millones de sufragantes por la positiva. La cifra es de por sí casi inalcanzable, como ha quedado demostrado en los fallidos referendos con rubros inferiores. Si ello ocurre, el Congreso queda en suspenso de sus facultades para sufragar actos legislativos, pero en modo alguno de sus competencias para hacer leyes de trámite ordinario, orgánico o estatutario, y mantiene sus competencias en cuanto al control político, de elección de funcionarios, administrativas, judiciales y protocolarias. La convocatoria a la Asamblea quedará sujeta, por su parte, al control de constitucionalidad.
De esta manera los fuegos artificiales que se han disparado en estos días en torno de la convocatoria de una Constituyente no son más que cantos de sirena. En primer lugar, porque el temario propuesto ya viene siendo tramitado por el Congreso. En segundo lugar, porque entre los mismos parlamentarios no existe una sola voz a favor del tema. En tercer lugar, porque el país está ocupado en asuntos mucho más apremiantes. En cuarto lugar, porque se propone ponerla en marcha en paralelo con la campaña parlamentaria y presidencial a venir, lo cual es inconstitucional, pues está expresamente prohibida la simultaneidad. Y en quinto lugar porque se pide prohibir a la eventual Constituyente la revocatoria del Congreso, cuando de antemano la Constitución lo tiene establecido al determinar la vigencia insoslayable del Congreso.
Desde luego, las Constituyentes no son trompo de poner y quitar, menos a gusto de evadir las realidades. No es tiempo de jugar con la institucionalidad. Lo es, por el contrario, de afianzarla, dejar tanto pálpito reformista y pasar a lo que es de más interés en un Gobierno, que es la ejecución de su programa.