Pocas veces una comedia electoral como la que se orquestó desde el gobierno catalán ha demostrado el peligro de aplicar la concepción de Rousseau, de la voluntad general expresada en la urnas, para dividir una Nación que es la suma de la diversidad regional y la lucha de siglos por la existencia. La Constitución española, laxa en conferir excesiva autonomía al gobierno regional, facilita que se atreva a convocar a unas elecciones que son una ficción, en donde se abusa de recursos oficiales, la propaganda y la autoridad propician la ilegalidad, para exacerbar la división nacional. En caso de un certamen convocado legalmente el gobierno podía pedir al Tribunal Constitucional la impugnación y suspensión inmediata del evento, como en efecto se hizo. El Tribunal no intervino, en cuanto se trataba de una farsa.
El gobierno nacional, ni el Estado pueden cruzarse de brazos. La impudicia política secesionista no necesita explicación, parte de los que votaron eran funcionarios públicos locales y sus aláteres forzados a hacerlo. Las mayorías no apoyaron la farsa. En Colombia la séptima papeleta que no tuvo mayor control, contó con el apoyo del gobierno, terminó por tener efectos jurídicos para descalabrar la Constitución de 1886. Las masas coreaban que habían ganado las elecciones contra Alfonso XIII, y el rey dejó el trono y se exilió en París, para enterarse después que ganaba la derecha. Artur Mas, con esa farsa electoral mostró que no tienen la mayoría, ni siquiera en el ejercicio de un sainete electoral. Así hubiese conseguido burlarse de un Estado nacional que padece de falta de reacción. Superada la mascarada, la unidad de España deber ser el norte del gobierno del presidente Mariano Rajoy.
España no puede permitir que el gobierno de Cataluña siga en su proditorio esfuerzo secesionista, ni que Mas los empuje al suicidio, puesto que se trata de una ambición demagógica, retardataria, anacrónica y antinacional, que ni social ni políticamente tiene futuro, pero que por contagio podrían imitar otras regiones.