La magnitud del conflicto | El Nuevo Siglo
Martes, 25 de Noviembre de 2014

*¿Los 32 años de la paz?

*Hacia el cambio de la cultura

 

Digamos  que sí, que en Colombia se llevan 32 años de diálogos con las guerrillas para desactivar el conflicto y la violencia. Y si acaso llegare a aceptarse el concepto, habría que ir mucho más atrás. Hasta la propia fundación del Frente Nacional,  cuando a partir del diálogo interpartidista, en medio de la dictadura, se terminó con la “guerra civil no declarada”. No sólo desde 1948, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, sino desde 1930. Circunstancias, a su vez, que de algún modo fueron remanentes de lo que provenía de la llamada Guerra de los Mil Días, en los inicios del siglo XX. Es decir, más de una centuria de ir y venir.

Por anticipado, Colombia se gestó entre períodos de guerra y de paz intermitentes, hasta conseguir la unidad nacional, en 1886. La última violencia, la de las décadas más recientes, ha sido tal vez la peor y más prolongada de cuantas se han sucedido. Por lo demás, incidida, no sólo por el revolucionarismo fraguado en los años sesenta, sino por el paramilitarismo y el narcotráfico que vino después. Nunca antes se dio, por ejemplo, el secuestro. Menos de una manera que ha llevado a cobrar más de 40.000 víctimas directas. Tanto que por muchos años se tildó el fenómeno de “flagelo”.

La cifra de 220.000 muertos, a raíz del actual conflicto armado interno, es estremecedora. Los datos precisos, a diferencia de otras violencias que nunca se contabilizaron técnicamente, sino que se debían a exageradas declaraciones de los jefes políticos o intentos sociológicos sin decantar, sin duda conturban el alma y demuestran el tamaño de la conflagración. A ello hay que sumar los heridos y las indescifrables pérdidas materiales. Si en paz Colombia podría crecer al menos un punto más del PIB anual, réstesele lo que no ha crecido, para ver la magnitud del detrimento.

En tanto, hoy hay en el país alrededor de 5.5 millones de desplazados, los peores datos al lado de Siria, Sudán y Afganistán. La usurpación de la tierra ha corrido por doquier. De hecho, la cultura reciente de la violencia ha cambiado lo que se supone otra identidad colombiana, menos agresiva y hostil, pese a reputarse de nación “feliz” en las encuestas.

Pero no hay que llamarse a engaños de lo que se ha vivido en las últimas décadas. El retrato exacto de lo que ha acontecido demuestra, en perspectiva, lo que seguramente por estar inmersos en semejante dinámica, no se puede ver. Esa, la dimensión de la guerra. Un resultado que, remontada la historia, será a no dudarlo devastador.

La dimensión de la paz, en tanto, tiene también sus datos. Que no corresponden, ciertamente, a 32 años de diálogos, sino a episodios concretos, incluso de meses, como la desmovilización del M-19, el EPL, una porción del ELN y otros reductos, a finales del Gobierno de Virgilio Barco y comienzos del de César Gaviria. Están, por su parte, los dos años de los ocho del mandato consecutivo de Alvaro Uribe Vélez, en que se desactivó una porción importante del fenómeno paramilitar. En cuanto a las FARC, están los dos años de tregua en el Gobierno de Belisario Betancur, entonces perturbada por los actos del M-19. Durante la administración Gaviria, no se alcanzó el año de conversaciones con esa organización, en ese momento unida con el ELN, en la Coordinadora Guerrillera. Y en el Gobierno de Andrés Pastrana, se dio el Acuerdo Humanitario y los desgraciados rifirrafes por la “zona de distensión”, pero el tiempo real de las negociaciones no alcanzó nueve meses fruto de las permanentes suspensiones de las FARC. Todo lo anterior, en todas las administraciones, permanentemente incidido por los más aleves hechos de terror.

De manera que sí, que si se quiere y eso aguanta un análisis, se pueden sumar los esfuerzos de paz, desde la época de Betancur a hoy, y decir que se llevan 32 años de intentarlo. Lo que no significa, a su vez, que no exista en Colombia un conflicto armado interno que, si despojándolo continuamente de actores, permanece irresoluto. Y es lo que hay que resolver, que no es sólo entregando fusiles y negociando acuerdos, sino cambiando la cultura. En lo que todo está por hacer.