La política del odio | El Nuevo Siglo
Miércoles, 19 de Marzo de 2014

Pedirle decencia a los indecentes es prácticamente imposible.  No existe en ellos una tabla de valores, ni la cantidad de educación para comprender la dignidad que supone vivir de modo altruista entre los seres humanos. Eso que se enseña en la casa desde la prematura niñez y que significa ir sembrando el árbol hasta lograr hombres  y mujeres de talante, con peso específico y la cultura suficiente para desbrozar lo bueno y lo malo, no tiene asidero en los que se han torcido desde el principio y cuyo fermento temperamental no es más que el de los resentidos y amargados.  Y cuando la propuesta es la amargura, la incapacidad de  satisfacerse con tantas cosas buenas de la vida, indica que no hay nada por hacer.

Pero esa no puede ser la propuesta para Colombia. Seguir por el abismo de la decadencia, de la falta de bonhomía, del veneno de las serpientes es continuar por la ruta del desbarrancadero. Que es precisamente lo que hay que cambiar, porque podrán modificarse todas las instituciones, hacer una nueva Carta Magna, mantener la economía en ascenso, lograr la paz, pero mientras no se cambie el espíritu, se restablezca la condición humana y se retorne a las características vitales enseñadas por padres y abuelos, el país no podrá conseguir los frutos de bendición de una sociedad solidaria.

Desde hace un tiempo, sistemáticamente, los grupúsculos de la perfidia han venido atacando al presidente de la República, Juan Manuel Santos, para tratar de disminuirle su carácter, exasperarlo y sacar réditos de la malevolencia. Ayer no más fue el culmen de las maniobras torticeras cuando, de manera metódica y con videos de la mayor técnica profesional, fue motivo de la tendencia en las redes sociales para denigrarlo. Fue así como en su discurso de Barranquilla, ante 20 mil personas, se le presentó una  accidental incontinencia, fruto de las secuelas normales de la exitosa operación de hace un tiempo. Aunque en el multitudinario evento eso fue totalmente secundario e incluso pasó desapercibido, los animadores de la bajeza se encargaron de subir los videos a las redes de forma intencional. Se burlaron y lo quisieron presentar enfermo y pretendieron con ello ganarse el cielo. Es lo que suele pasar con quienes no tienen ni Dios ni ley, que viven de la mezquindad y el oprobio, y que gastan la vida en semejantes indignidades.

Ningún ser humano, cualquiera que sea, tiene porque sufrir tales circunstancias. De hecho, hoy Colombia parece dividirse entre los que así actúan y los que pretenden una patria de quilates. Por fortuna, los segundos son los más, pero aún  quedan muchos de los que quieren plantear el odio como el derrotero nacional. Y esas son precisamente las opciones que hoy se le presentan al país.

Suele concluirse en los sondeos internacionales que Colombia es uno de los países más felices del mundo.  Puede que sea así para aquellos que quieren sacar adelante a sus hijos, a sus familias, que trabajan de sol a sol y disfrutan las pequeñas cosas de la vida. No obstante, hay que decirlo, existen otros que, como se dijo, lo que pretenden es hacer de Colombia el país del odio. Y mantener así la ruta de la depredación y la barbarie, la cultura mafiosa y el proselitismo bajo, la insensatez y la inestabilidad como fórmula existencial.

Tendrían, por ejemplo, todos los candidatos presidenciales, inclusive los voceros más preminentes de las listas parlamentarias que acaban de triunfar en las elecciones, que enviar un mensaje claro y contundente en el sentido de que nadie quiere ese tipo de país: el indecente. Al presidente Juan Manuel Santos lo han atacado por saludar a su hijo en el desfile del 20 de julio, lo han chuzado y asaltado sus correos electrónicos,  y ahora han querido ridiculizarlo haciéndole propaganda a una situación normal para cualquier ser humano. Con ello, sin embargo, no le han disminuido un ápice su carácter, ni tampoco su dignidad y decoro. En él ha estado lo valiente. Lo demás es cobardía.