Recompensas y distorsión | El Nuevo Siglo
Lunes, 16 de Enero de 2012

* Un sistema que requiere ajustes
* Riesgo de ‘mercantilizar’ la justicia



Pese a que ha demostrado su eficacia a lo largo de los últimos años, lo cierto es que el sistema de pago de recompensas económicas por información que pueda ayudar a neutralizar cabecillas delincuenciales o evitar ilícitos de gran calado, continúa acarreando críticas y reservas de algunos sectores que consideran que la colaboración unilateral, cívica y desinteresada de la ciudadanía para enfrentar al crimen es mínima y que toda delación de lo ilegal se ha ‘mercantilizado’.
No se puede ocultar que el sistema de las recompensas tiene un debate ético difícil de zanjar y que, obviamente, lo mejor sería que cada colombiano denunciara a los delincuentes sin esperar una compensación económica a cambio, o movido estrictamente por ganársela.
No obstante hay que ser pragmáticos en la lucha contra las distintas manifestaciones criminales y si para ello es necesario ofrecer como incentivo el pago de millonarias sumas, pues hay que hacerlo. Por esa vía han caído, ya sea capturados, abatidos o entregados unilateralmente a las autoridades ante el temor de ser sapeados por sus subordinados o enemigos, importantes y peligrosos cabecillas de la guerrilla, los neo-paramilitares, el narcotráfico y delincuentes comunes del más variado pelambre. Y es claro que gracias a ello muchas vidas se han salvado y miles de víctimas de los delincuentes neutralizados han podido acceder en algún nivel a verdad, justicia y reparación.  
Resulta preocupante que esté haciendo carrera entre la ciudadanía la tesis de que sólo es posible identificar, capturar o judicializar a los responsables de los crímenes si existe de por medio el ofrecimiento de recompensas. Es más, se está afincando en el imaginario popular la idea de que sólo en los delitos que impactan a la opinión pública o en donde las víctimas tenían algún tipo de relevancia social, política, económica, institucional, regional, nacional o internacional el Estado se decide a ofrecer algún tipo de compensación económica que ayude a esclarecerlos. De esa forma, en la práctica, se crea una macabra y abiertamente desinstitucionalizadora clasificación entre delitos de primera y segunda categoría.
Les corresponde al Gobierno, la Fuerza Pública y la administración de justicia evitar que esa distorsión siga creciendo. Permitir que progrese la tesis de que la mayor o menor disposición de las autoridades para castigar a los culpables de determinada acción ilícita se mide por el ofrecimiento o no de las recompensas o, peor aún, por el monto de dinero que se ponga sobre la mesa, es peligroso para la legitimidad estatal y los principios constitucionales de igualdad ciudadana y acceso a una justicia pronta y eficaz.
A ello deben sumarse otras distorsiones aún más complicadas, como aquellas en que quienes delatan a sus jefes criminales, son tan delincuentes como ellos. El guerrillero que asesinó a sangre fría a un cabecilla subversivo y como prueba para reclamar la recompensa le cercenó una mano que luego entregó a las autoridades es fiel ejemplo de lo anterior. Igual los casos en donde son los criminales rivales los que delatan a quienes les compiten, con el único fin de entrar a manejar solos negocios ilícitos.
Como se dijo al comienzo, el sistema de recompensas ha dado muchos y positivos resultados. Y por lo mismo, debe mantenerse como una herramienta adicional, pero excepcional, a la acción de persecución, judicialización y castigo a los criminales. Sin embargo, es urgente erradicar la tesis de que sólo si hay ofrecimiento económico se puede resolver más fácil un delito y dar con sus culpables. Debe insistirse desde el Estado en incentivar la denuncia ciudadana cívica y desinteresada. De lo contrario, podría ocurrir aquí algo similar a lo que llevó al traste la figura de la acción popular, que terminó convertida en una especie de negocio en el que particulares y abogados impulsaban estas herramientas jurídicas movidos, no por el ánimo de proteger los derechos colectivos, sino de hacerse a un porcentaje significativo -y no pocas veces millonario- de los dineros o recursos públicos que se lograban proteger. El abuso con las acciones populares llegó a tal punto, que fue necesario aprobar una reforma desmontando el incentivo económico a quienes la impulsaban.