Son muchas las alertas prendidas por el proyecto de reforma al Sistema General de Participaciones (SGP), que establece las cuotas de transferencia de recursos de los ingresos corrientes de la Nación a los departamentos y municipios. Paradójicamente, en un hecho insólito, solo cuando este acto legislativo empezó su quinto debate las alarmas saltaron en el Ejecutivo, Legislativo, gremios y centros de estudios especializados.
Si bien es cierto que el texto aprobado la noche del martes en plenaria del Senado fue ajustado en varios puntos claves, persisten las preocupaciones. Elevar en doce años, a partir de 2027, ese porcentaje de transferencias, pasando del 25,7% (que regirá para 2025) hasta llegar al 39,5%, es una apuesta complicada por las sombras sobre el panorama fiscal de corto y mediano plazos. De igual manera, resulta evidente la incertidumbre que genera modificar la Constitución para fijar tasas de incrementos graduales de traslados presupuestales a las regiones sin tener siquiera un borrador del proyecto de ley sobre competencias de inversión y gasto que pasarían de la Nación a gobernaciones y alcaldías. Es el equivalente a aprobar el costo de una obra sin tener claro qué tipo de construcción se realizará y lo que demandará.
Por otra parte, ayer no pocos exministros, centros de estudios y el propio Comité Autónomo de Regla Fiscal advirtieron que el articulado aprobado en sexto debate, por más filtros que se le crearon −como estar subordinado al Marco Fiscal de Mediano Plazo− es inconveniente, ya que aumentará, más allá de las problemáticas graves actuales, tanto la deuda pública como el déficit fiscal.
Si bien resulta necesario actualizar el SGP y darles a las regiones un mayor margen de acción y autonomía presupuestal, es claro que en toda esta discusión técnica y política se está obviando un flanco determinante: los ingresos de la Nación así como de los departamentos y municipios, por más que se incremente el situado fiscal, continuarán siendo deficitarios hasta tanto no se cuente con una economía nacional, seccional y local pujantes, que permita generar más recaudo tributario, más dinamismo productivo, más empleo y más plusvalía social.
Es básico: una economía creciendo a un 1,5% difícilmente va a producir más recaudo impositivo y, entonces, el monto a repartir entre el Gobierno nacional central y las regiones es cada vez más restringido. Por ejemplo, este año el volumen de pago de impuestos cayó 8% hasta septiembre y ello impacta, por obvias razones, los ingresos corrientes de la Nación, que son la base del SGP. El tema, entonces, no es solo los porcentajes de transferencia, sino la disponibilidad real de recursos a trasladar.
Resulta ingenuo pensar que el Estado, más con la estrechez fiscal actual, puede mantener un ritmo creciente de subsidios y otros giros monetarios directos e indirectos, que tienen un costo anual billonario que abarca la tercera parte del Presupuesto General de la Nación. Igual es claro que fuentes principales de esas transferencias de recursos a las regiones, como es el caso de regalías, divisas e impuestos nacionales, decrecen por cuenta de la incertidumbre generada por la política económica de esta administración, como los ataques al sector privado, la caída de la inversión y el marchitamiento minero-energético, entre otros.
En segundo término, las políticas públicas, por más bien intencionadas que sean, no pueden implementarse de espaldas a la realidad. Es innegable que factores de delincuencia común y organizada se han vuelto a fortalecer en muchas regiones debido a las falencias de la actual política de seguridad y orden público. Esto lleva a que, poco a poco, muchas administraciones municipales empiezan a ser cooptadas por grupos armados ilegales que se coluden con redes de corrupción y carteles de contratación.
El más reciente informe de una agencia de la ONU que confirmó el aumento alarmante de la extensión de narcocultivos y el potencial de producción de cocaína en Colombia en 2023, advirtió de una consolidación de enclaves de economías ilícitas en varias regiones, que son precisamente las de mayor incidencia de la violencia. Zonas en las que, según las mismas gobernaciones y alcaldías, se está perdiendo la autoridad legítima del Estado, con la ciudadanía e incluso las administraciones locales a merced de las organizaciones criminales de distinta índole.
No tendría lógica alguna aumentar las transferencias monetarias a esas regiones a sabiendas de que las redes de delincuencia y corrupción buscarán hacerse con dichos recursos. Es imperativo retomar, primero, el control territorial e institucional en todo el país. De lo contrario, los presupuestos para reducir la pobreza y desigualdad terminarán siendo botín de la criminalidad.
Como se ve, la reforma al SGP debe tener un marco de acción pública realista. El aumento de los recursos para departamentos y municipios necesita un conjunto de políticas paralelas que no solo lleven a que la Nación y las regiones fortalezcan sus economías y dinamismo socioeconómico, sino que esa oportunidad de progreso objetivo y estructural no termine truncada por la corrupción y los violentos.