* El simbolismo de la vida
* Cuando no se entiende el arte, se lo ataca
Dicho está, por reciente fallo de la Corte Constitucional, que las actividades taurinas hacen parte de una expresión artística y cultural de los colombianos. Es parte de su herencia ibérica. Legado, a su vez, proveniente de los romanos que establecieron Hispania. De este modo es una manifestación esencialmente latina que también derivó en Francia y Portugal. Y de allí, de esos componentes latinos, hacia América, con su propia raigambre. Por eso Bolívar decía que somos un pueblo intermedio entre África, América y Europa, así Gustavo Petro y Sergio Fajardo, siguiendo a Rafael Correa, tengan otra versión. Los indígenas americanos, por su parte, fueron conocidos no sólo por el sacrificio ritual de humanos, sino de animales y otras reve-laciones de su cosmogonía, cuando no eran antropófagos. En cualquier caso, el combate entre el hombre y el animal, aún por ejemplo en Egipto o Persia, ha sido tradición hasta hoy y parte genérica del imaginario de la humanidad.
Los que preferirían tener otros antecedentes menos ricos, seguramente anglosajones o de otras latitudes, hablan de los Toros como una cultura de la muerte, tanto en cuanto el toro, de cuando en vez el torero, mueren en la arena. Pero no hay allí una cultura de la muerte, pues aquel no es el objetivo, sino que ella se produce para sublimar la vida y hacerla triunfar ante las adversidades. Con un solo requisito: el arte. Es decir, una exhibición plástica, en vivo, que exige, no sólo una técnica, unas características y procedimientos, sino fundamentalmente una estética. Por lo tanto es un concepto, al igual que todas las artes, de civilización, no en el sentido níveo e inmaculado que algunos imaginan de lo humano, sino en el de sus verdades intrínsecas, constatables, que sólo logran ennoblecerse sicológicamente a partir de los fenómenos artísticos. Por eso, todas las vicisitudes de la vida son en los Toros intencionalmente supremas, riesgos, solemnidades, dolores, emociones, inspiraciones, pasiones, y tantas más. Por ende los Toros, para un verdadero taurino, más que una fiesta, un entretenimiento puro y llano, y muchísimo menos un convite morbífico, son pinceladas artísticas tramitadas en directo. Y como se trata de exaltar la vida, que es la esencia, es imposible descartar la muerte. En efecto, no recurren los Toros, como ningún arte, a la hipocresía de denegarla o soslayarla, no como una cultura, desde luego, sino como la realidad corriente y moliente del teatro vital, luego de percances y dificultades a granel de los diestros hasta el punto de traumas y puntazos por jornada, cuando no cornadas graves o mortales. Que no es el caso, sino la manera como de la conjunción del animal y el hombre deviene o no el arte, en medio de riesgos equiparables, lo que no suele ocurrir con facilidad. De su expresión, precisamente el indulto para los toros, los aplausos por su desempeño o los trofeos para el torero.
Como todo arte, para quienes no están imbuidos de cada expresión particular, los Toros pueden resultar lesivos a sus reflejos, igual que al surrealismo en su momento o lo mismo que hoy los cadáveres revivificados en ciertas exhibiciones. El arte precisamente no es una ciencia, sino su antípoda. La ciencia tiene efectos prácticos; el arte efectos intangibles. A ningún taurino le produce por supuesto placer ver morir al toro. Si fuera por ello no tendría más que ir a frigoríficos y mataderos donde con crudeza descerrajan sus cabezas para suplir las ingentes exigencias humanas de carne, lo mismo que de muchos animales con sistema nervioso central, sin protesta alguna de nadie. Y de no ser así, el mundo sería fiel a la religión Jania, con sus dos millones de practicantes en la India, que sin poder comer nada vivo, ni zanahorias o lechugas, solo se alimentan de semillas y lácteos.
Por el contrario, es el toro de lidia, para el taurino, la máxima expresión de belle-za animal, tanto por sus hechuras como por su naturaleza. Sabido que el manteni-miento de su raza vernácula es a costos superlativos, y su casta y acometividad de sumo cuidado, los verdaderos taurinos, por lo general toristas, cuidan su lidia en ex-tremo y exigen como nadie su respeto y sanciones por malas varas, banderillas defec-tuosas o espadazos, tan comunes. Ven al toro, no como sujeto de derechos, que es la versión denegada por la Corte Constitucional, sino de arte, que es la razón de su crianza. Es cierto que los toros mueren en la plaza, prematuramente, pero a diferen-cia de las millonadas que por igual lo hacen en los mataderos a diario, han hecho por el mundo lo que muy pocos saben hacer: arte contante y sonante.